sábado, 28 de abril de 2012

CENIZAS SOBRE EL ROSTRO DE AGNES - R. Mörder + Deep Purple





Warning came, no one cared.
earth was shakin´, we stood and stared.
when it came no one was spared.
still i hear "burn!"

Deep Purple

El populacho se reúne con hambre de escarmiento y rodea la estructura que me alberga. El verdugo me acaricia y ajusta mi nudo mientras mira el cielo plomizo que promete tormenta. La condenada se acerca con grilletes en sus extremidades. Su rostro luce deformado por los golpes. Agnes, la hija de la nigromante, no es más que una niña. La muchedumbre le grita “Bruja”, “Maldita” mientras se persigna y yo intento decidir qué hacer. Puedo situarme a la altura del cuello y apretar fuerte hasta que muera por asfixia o quizás puedo acomodarme en la parte anterior de su pescuezo y oprimir sus venas hasta que la anoxia tiña su cara de color azul morado.
La chusma arroja cosas que impactan en la niña mientras un monje con cara de buitre le arroja agua bendita en el rostro. La infeliz sube los escalones de la horca. El verdugo me acomoda alrededor de su cuello como una serpiente y yo me hincho orgullosa pues me siento un instrumento del Señor. Entonces el aire se pone espeso y el día se hace noche. La tierra se abre y de sus profundidades surgen miles de alimañas que devoran a la turba. Yo intento en vano hacer mi trabajo, cumplir la función para la que fui concebida. Las vigas que me sostienen arden y yo empiezo a retorcerme, siento como el fuego penetra en mis entrañas, destruye mis fibras. Mi nudo se deshace y ya no soy más que ceniza que se posa sobre el rostro de Agnes.

© Renate Mörder

Carcass - Heartwork

domingo, 22 de abril de 2012

Bathory - Blood and Iron

..and man lived and learned, the secret of steel !

TYLER DURDEN DIXIT

"ADVERTENCIA: Si está leyéndola, entonces esta advertencia es para usted. Transcurre un segundo de su vida por cada palabra que lea de esta inservible cláusula. ¿No tienes otras cosas en que ocuparse?, ¿O le impresiona tanto la autoridad que respeta y le cree todo al que dice tenerla?, ¿Lee todo lo que supuestamente debe leer?, ¿Piensa todo lo que supuestamente debe pensar?, ¿Compra lo que le dicen que debe querer?, Salga de su departamento. Conozca a alguien del sexo opuesto. Deje a un lado las compras excesivas y la masturbación. Renuncie a su empleo. Búsquele pelea a alguien. Pruebe que está vivo. Si no proclama su humanidad se convertirá en una estadística. Ya está advertido...".

 
"Somos los hijos indeseados de Dios, ¿y qué? Nuestros padres eran nuestros modelos de Dios, y si nuestros padres nos fallaron, ¿qué dice eso de Dios? Tienes que tener en cuenta la posibilidad de no caerle bien a Dios, él nunca quiso tenerte. Con toda probabilidad él te odia, pero no es lo peor que pueda ocurrirte. ¡¡No lo necesitamos!! Que se jodan la maldición y la redención, somos hijos no deseados de Dios, así sea."

"La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados."










 "Lo sé porque lo sabe Tyler."

ÓMNIBUS - JULIO CORTÁZAR





-Si le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva-pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.

A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.

Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto azul o rosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero." Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.


"Par de estúpidos", pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.

Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.

Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. "De quince", oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince." Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y él se puso a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos boleto de quince", como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: "No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos." Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho —en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara— se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con las manos vacías", pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.

Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristilo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.


-¡Chacarita!-gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: "Tenemos boletos de quince." La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
-Chacarita-dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.

-Voy a Retiro -dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.

-Tanta gente -dijo él, casi sin voz-. Y de golpe se bajan todos.
-Llevaban flores a la Chacarita -dijo Clara-. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
-Sí, pero...
-Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
-Sí -dijo él, casi cerrándole el paso-. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
-Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
-Yo voy a Retiro-dijo Clara.
-Yo también.

 El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rígido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.

El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
-Nunca me pasó una cosa así -dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.

-Tengo miedo -dijo, sencillamente-. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
-A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa -dijo-. Hoy salí apurado y ni me fijé.
-Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
-Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
-¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
-Este asiento tiene ventanilla fija -dijo él- Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
-Ah -dijo Clara.
-Nos podíamos pasar a otro.
-No, no. -Le apretó los dedos, deteniendo su movimiento de levantarse.- Cuanto menos nos movamos mejor.
-Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
-No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
-A veces una es tan descuidada -dijo tímidamente Clara- Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
-Es que no sabíamos.
-Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
-Eran insoportables -protestó él-. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
-Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias -dijo Clara-. Pero presumían lo mismo.
-Porque los otros les daban alas -afirmó él con irritación-. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
-Todos -dijo Clara-. Los vi apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
-Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parpadeando. "¡Ahí da paso!", gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.
-Si no estuviera usted... -murmuró Clara-. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
-Pero usted va a Retiro -dijo él, con alguna sorpresa.
-Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
-Yo saqué boleto de quince -dijo él- Hasta Retiro.
-Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
-Claro, y además a lo mejor está completo.
-A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
-Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.

Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún policía de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.

-Falta apenas -dijo clara, enderezándose-. Ya llegamos.
-Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
-Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
-Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
-Oh, es lo mismo.
-No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.

-Bueno, gracias -dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.


Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.

Dark Funeral - 666 Voices Inside (Live)

viernes, 20 de abril de 2012

System Of A Down - B.Y.O.B.


El lado oscuro del corazón - Eliseo Subiela, Argentina,1992

Oliverio: Que te preocupa, si al final me vas a tener de todas maneras.

La Muerte: Solo puedo tenerte muerto, vivo vas a ser siempre de otra.

Oliverio: Perdón, pero el caballero que ha encontrado el amor de su vida no puede perder demasiado tiempo hablando con la muerte.....no me esperes, voy a llegar tarde!

Dio - The Last In Line

Someone of you have doubts that we are the last in line ?

Sodom - Agent Orange

CEREMONIA SECRETA - MARCO DENEVI



Si su rostro y el rostro de Guirnalda Santos habían sido fundidos en el mismo molde; si Natividad González, aquella mañana, la había cubierto de insultos; si ella tomó aquel tranvía y gesticuló y se rió sola, si Cecilia, sentada a su lado, la vio y le vio hacer esos ademanes; si luego tercamente la siguió a través de las calles de la ciudad; si ningún capricho, si ningún azar se interpuso en el encuentro en el cementerio, en la huida hasta la casa de Suipacha 78, en los episodios que sobrevinieron, era porque todo formaba parte de una vasta ceremonia, todo integraba uno de esos intrincados mecanismos de los que nunca sabremos quien es el relojero, si Dios o nosotros.

Pero nadie es llamado gratuitamente por el destino. Si ella había sido incluida en la ceremonia era para que, en un determinado momento, pasase de acólito a celebrante y oficiase el último acto ritual, aquel con el que la ceremonia culminaría. Comprendió que ese momento había llegado. Cecilia le había impuesto las manos, y ella ya estaba consagrada para el rito atroz.

martes, 17 de abril de 2012

Nothing Else Matters - Apocalyptica


SIETE PISOS - Dino BUZZATI

 
Después de todo un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a la ciudad donde estaba una casa de salud. Tenía un poco de fiebre; sin embargo, quiso recorrer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando consigo su maletita.
Aunque sólo presentaba síntomas muy leves e incipientes, le habían aconsejado a Giuseppe Corte dirigirse al célebre sanatorio, especializado en esa enfermedad. Esto garantizaba una competencia excepcional de los médicos y la más racional eficacia de las instalaciones.
Cuando lo vio a lo lejos -y lo reconoció, puesto que ya lo había visto en una fotografía de un folleto  publicitario-, Giuseppe Corte quedó gratamente impresionado. El blanco edificio de siete pisos estaba surcado de salientes arquitectónicas que le daban una vaga fisonomía de hotel. Alrededor del edificio había una larga fila de árboles altos.
Tras una sumaria visita médica, previa a un examen más minucioso, Giuseppe Corte fue instalado en un alegre cuarto del séptimo y último piso. Los muebles eran claros y pulcros, como la tapicería; los sillones eran de madera y los cojines estaban forrados de tela policroma. La vista se extendía sobre uno de los más hermosos barrios de la ciudad. Todo era tranquilo, hospitalario y confortante.
Giuseppe Corte se metió inmediatamente a la cama y, encendiendo la lamparita sobre la cabecera, empezó a leer un libro que había llevado consigo. Poco después entró una enfermera para preguntarle si necesitaba algo.
Giuseppe Corte no deseaba nada, pero de buen grado se puso a conversar con la joven, pidiéndole informaciones acerca de la casa de salud. Así se enteró de la extraña característica de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos piso por piso, de acuerdo a la gravedad. El séptimo, o sea el último, era para los casos muy leves. El sexto estaba destinado a los enfermos no graves, pero que necesitaban cuidado. En el quinto se curaban afecciones serias; y así, sucesivamente, de piso a piso. En el segundo estaban los enfermos muy graves; y en el primero, los desahuciados.
Este singular sistema, además de facilitar la rapidez del servicio, evitaba que un enfermo no grave pudiera ser turbado por la cercanía de un colega moribundo, y garantizaba en cada piso una atmósfera homogénea. Por otra parte, la curación podía graduarse perfectamente.
De todo esto resultaba que los enfermos estuvieran divididos en siete castas progresivas. Cada piso era como un pequeño mundo en sí mismo, con reglas particulares, con especiales tradiciones. Y puesto que cada sector estaba a cargo de un médico distinto, habíanse formado, aunque mínimas, algunas diferencias en los métodos de tratamiento, a pesar del sello fundamental que el director le había conferido al instituto.
Cuando la enfermera salió, Giuseppe Corte -pensando que la fiebre había desaparecido- se acercó a la ventana y miró hacia afuera, no para observar el panorama de la ciudad, que era incluso nueva para él, sino con la esperanza de ver, a través de las ventanas, a algunos enfermos de los pisos inferiores. La estructura del edificio, con grandes salientes, permitía ese tipo de observación. Giuseppe Corte concentró su atención, sobre todo, en las ventanas del primer piso, que parecían lejanísimas, oblicuas. Pero no vio nada de interesante. La gran mayoría de ellas estaban herméticamente cerradas por las grises persianas corredizas.
Corte descubrió a un hombre que lo miraba desde una ventana que estaba a su lado. Los dos se miraron durante cierto tiempo, con simpatía creciente, pero no sabían cómo romper el silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se dio ánimo y dijo:
-¿Usted también lleva poco tiempo aquí?

-Oh, no -dijo el hombre-; estoy aquí desde hace dos meses...
Calló un momento, después del cual, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió:

-Estaba viendo a mi hermano, allá abajo.

-¿Su hermano?

-Sí -explicó el desconocido-. Llegamos aquí el mismo día. Es un caso realmente extraño; pero él ha ido empeorando. Él ya está en el cuarto.

-¿Qué cuarto?

-En el cuarto piso -aclaró el individuo, pronunciando las palabras con tal expresión de piedad y de horror, que Giuseppe Corte casi se espantó.

-¿Pero es que están muy graves los del cuarto piso? -Preguntó con cautela.

-Dios mío -dijo el otro, moviendo lentamente la cabeza-; no están totalmente desesperados, pero no tienen ningún motivo para estar alegres.

-Pero entonces -preguntó aún Corte, con la graciosa desenvoltura de quien menciona cosas trágicas que no le conciernen-, si en el cuarto piso están muy graves, ¿a quiénes ponen en el primero?

-Ay, en el primer piso están los moribundos. Allí los médicos ya no tienen nada que hacer. Solamente está el sacerdote. Y, naturalmente...

-Pero deben de ser muy pocos -interrumpió Corte, como si le urgiera obtener una confirmación-; casi todos los cuartos están cerrados.

-Hay pocos ahora; pero esta mañana había muchos -respondió el desconocido, con una sonrisa sutil-. Donde las persianas están cerradas, alguien murió hace poco. ¿No ve que en los otros pisos están abiertos todos los postigos? Usted me perdone -agregó, retirándose lentamente-; me parece que empieza a hacer frío. Yo vuelvo a mi cama. Suerte, suerte...

El hombre desapareció de la ventana, cerrándola con energía, y se vio que encendió la luz. Giuseppe Corte se quedó en la ventana, inmóvil, mirando fijamente las persianas cerradas del primer piso. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los secretos fúnebres de aquel primer piso terrible, donde confinaban a los enfermos que ya iban a morir. Y se sentía aliviado sabiéndose lejano de ese piso. Una por una fueron encendiéndose las ventanas del sanatorio; visto a lo lejos, habría podido pensarse que se trataba de un palacio de fiesta. Sólo en el primer piso, al fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas estaban ciegas y oscuras.

El resultado de la visita médica general tranquilizó a Giuseppe Corte. Habitualmente inclinado a prever lo peor, ya se había preparado para oír un severo diagnóstico, y no se habría asombrado si el médico le hubiera dicho que era necesario alojarlo en el piso inferior. La fiebre, en efecto, no había disminuido, a pesar de que las condiciones generales eran buenas. El médico, en cambio, le habló con palabras estimulantes y cordiales. Era una enfermedad incipiente -le dijo-; ésta existía, pero levísima. En dos o tres semanas, probablemente, su mal cedería.

-¿Seguiré, entonces, en el séptimo piso? -preguntó ansiosamente Giuseppe Corte a este punto.

-Pero naturalmente -le respondió el médico, palmeándole amistosamente el hombro-. ¿A dónde quería ir? ¿Tal vez al cuarto piso? -le preguntó riendo, como si quisiera aludir a la más absurda de las hipótesis.

-Mejor así, mejor así -dijo Corte-. Usted sabe que los enfermos siempre imaginamos lo peor...

Y Giuseppe Corte siguió en el cuarto que le habían asignado originalmente. Empezó a conocer a algunos de sus compañeros de hospital, durante algunas escasas tardes que le permitían levantarse. Siguió escrupulosamente el tratamiento, poniendo todo su empeño en curarse rápidamente; sin embargo, parecía que sus condiciones continuaban estacionarias.

Habían pasado ya unos diez días cuando el jefe de enfermeros se le presentó a Giuseppe Corte. Se veía obligado a pedirle un favor, con carácter solamente amistoso. Al día siguiente llegaría al hospital una señora con dos niños; dos cuartos estaban libres, precisamente al lado de la suya, pero faltaba un tercero. ¿El señor Corte estaría dispuesto a trasladarse a otro cuarto, igualmente confortable?

Como es natural, Giuseppe Corte no opuso ninguna dificultad. Cualquier cuarto le daba lo mismo. Le podría tocar alguna otra enfermera, más bonita todavía.

-Se lo agradezco mucho -dijo el jefe de enfermeros del séptimo piso, con una ligera inclinación-. Le confieso que no me extraña ver en usted un acto tan gentil y caballeresco. Dentro de una hora, si usted no dispone otra cosa, procederemos con su traslado. Debo decirle que hay necesidad de llevarlo al piso de abajo -agregó con voz atenuada, como si se tratara de un detalle carente de importancia-. Desgraciadamente, en este piso no hay más cuartos libres. Pero se trata de algo absolutamente provisional. Tan pronto quede libre otro cuarto, y creo que será dentro de dos o tres días, usted podrá volver a este piso.

-Le confieso -dijo Giuseppe Corte, para demostrarle que él no era un niño-, le confieso que un traslado de este tipo no me agrada en lo más mínimo.

-Pero si este traslado no se debe a ningún motivo médico. Entiendo muy bien lo que usted quiere decir. Se trata únicamente de ser cortés con esa señora, que prefiere no alejarse de sus niños... ¡Por favor  -agregó riendo abiertamente-, ni siquiera se le ocurra que existan otras razones!

-Puede ser... -dijo Giuseppe Corte-. Pero a mí me parece señal de mal agüero.

El señor Corte fue pasado al sexto piso, y aunque estuviera convencido de que el traslado no correspondía a un empeoramiento del mal, le disgustaba pensar que entre él y el mundo normal, el de la gente sana, se interpusiera ya un evidente obstáculo. En el séptimo piso, punto de llegada, se estaba en cierto modo en contacto con el consorcio de los hombres; esto podía considerarse incluso como una prolongación del mundo habitual. Pero en el sexto se entraba al cuerpo auténtico del hospital. Ahí la mentalidad de los médicos, de las enfermeras y de los enfermos mismos era diferente. De hecho, era cosa admitida que ese piso albergaba a verdaderos enfermos, aunque no graves. Desde las primeras conversaciones con los vecinos de cuarto, con el personal y con los enfermeros, Giuseppe Corte se dio cuenta cómo en esa sección consideraban el séptimo piso como una cosa de juego, reservada a los enfermos primerizos, aquejados solamente de sus chifladuras. Únicamente desde el sexto, por decirlo de alguna manera, la cosa empezaba en serio.

De cualquier modo, Giuseppe Corte comprendió que para volver al séptimo -al lugar que le correspondía de acuerdo a las características de su mal-, encontraría dificultades. Para subir de nuevo debería poner en movimiento a todo un organismo muy complejo. No cabía duda de que si él no hubiera chistado, nadie habría pensado en transferirlo al piso superior, al de los “casi-sanos”.

Por lo tanto, Giuseppe Corte se propuso no transigir acerca de sus derechos y de no ceder ante las lisonjas de la costumbre. Le interesaba mucho especificar a sus compañeros de sección que él se hallaba ahí sólo por unos días, que había sido él quien decidió descender un piso para darle gusto a una señora, y que apenas se desocupara un cuarto regresaría al piso superior. Los otros lo escuchaban sin interés y asentían con escasa convicción.

El convencimiento de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el juicio del nuevo médico. Éste admitió también que Giuseppe Corte podía ser admitido nuevamente en el séptimo piso; su caso era ab-so-lu-ta-men-te muy-leve  -y fragmentaba tal definición para darle importancia-; pero en el fondo consideraba que en el sexto piso podía ser curado mejor.

-No empecemos con estos cuentos -intervenía en esos momentos el enfermo, con mucha decisión- Usted me ha dicho que mi lugar está en el séptimo piso, y quiero regresar.

-Nadie ha dicho lo contrario -rebatía el doctor-. Yo solamente le daba un simple consejo, no de doctor, sino de auténtico amigo. Su caso, insisto, es levísimo, y no sería una exageración decir que usted no está enfermo; sólo que, según yo, su caso se distingue de otros casos análogos por una cierta y mayor extensión. Me explico: la intensidad del mal es mínima, pero considerable su amplitud, el proceso destructivo de las células -era la primera vez que Giuseppe Corte oía en el hospital aquella siniestra expresión-; el proceso destructivo de las células se halla totalmente en su principio, quizá ni siquiera ha comenzado; pero tiende, digo solamente tiende, a afectar al mismo tiempo vastas porciones del organismo. Solamente por esto, según yo creo, usted puede ser curado con mayor eficacia aquí, en el sexto, donde los métodos terapéuticos son más típicos e intensos.

Un día le contaron que el director general de la casa de salud, tras de haber consultado largamente a sus colaboradores, había decidido un cambio en la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de ellos había sido rebajado, por así decirlo, en medio punto. Se convino que en cada piso los enfermos estarían divididos, de acuerdo a su gravedad, en dos categorías (esta subdivisión debían de hacerla los propios médicos, con un carácter exclusivamente interno). La inferior de estas dos mitades debería trasladarse a un piso inmediatamente más bajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos del sexto piso, los que presentaran casos clínicos ligeramente más avanzados, deberían pasar al quinto; y los casos más graves del séptimo piso deberían pasar al sexto. La noticia complació a Giuseppe Corte, porque en ese complejo cuadro de traslados su retorno al séptimo piso se lograría con menor dificultad.

Cuando se lo comentó a la enfermera, su esperanza sufrió una amarga sorpresa. Ella le dijo que lo iban a trasladar; pero no al séptimo, sino al piso de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, él estaba incluido en la mitad más “grave” de los pacientes del sexto piso, por lo cual, iban a bajarlo al quinto.

Habiendo superado la sorpresa, ésta se convirtió en furor. Dijo a gritos que lo estaban estafando; que ya no quería seguir oyendo nada acerca de traslados a pisos inferiores; que regresaría a su casa; que los derechos eran los derechos y que la administración del hospital no debería desacatar tan descaradamente los diagnósticos de los doctores.

Mientras aún estaba gritando, llegó el médico, para tranquilizarlo. Lo aconsejó calmarse, si no quería que la fiebre le aumentara; le explicó que todo se debía a un malentendido, por lo menos parcial. Admitió una vez más que Giuseppe Corte podría estar en su justo lugar en el séptimo piso, pero agregó que consideraba su caso clínico bajo un concepto ligeramente diverso, muy personal. Muy en el fondo, su enfermedad podía, en un cierto sentido, desde luego, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, él mismo no lograba explicarse cómo Corte se hallara catalogado en la mitad inferior del sexto piso. Probablemente, el secretario de la dirección -que precisamente esa mañana le había telefoneado para preguntarle la exacta posición clínica de Giuseppe Corte-, se había equivocado en la trascripción. O quizá la dirección había “empeorado” deliberadamente, pero no mucho, su juicio, ya que lo consideraban como un médico competente, pero proclive a la indulgencia. El doctor, en fin, le aconsejó a Giuseppe Corte que no se inquietara, que aceptara sin protestas el traslado. Lo que contaba era la enfermedad, no el lugar en que colocaban a un enfermo.

En lo referente a la curación -agregó todavía el médico-, Giuseppe Corte no tendría motivo para lamentarse; el doctor del quinto piso tenía ciertamente mayor experiencia; era indudable que la habilidad de los médicos iba ascendiendo -al menos a juicio de la dirección- conforme se descendía de piso en piso. Su cuarto sería igualmente cómodo y elegante. La vista era igualmente espaciosa; solamente del tercer piso hacia abajo la visual estaba obstaculizada por los árboles.

Giuseppe Corte, presa de la fiebre vespertina, escuchaba y escuchaba las meticulosas justificaciones con un cansancio progresivo. Al fin se daba cuenta de que le faltaba la fuerza y, sobre todo, las ganas de reaccionar ulteriormente contra el injusto traslado. Y sin protestar ya, dejó que lo llevaran al piso de abajo.

El único y pobre consuelo de Giuseppe Corte, tan pronto se halló en el quinto piso, fue el hecho de saber que, según el juicio común de los médicos, era considerado como el menos grave de esa sección. En el ámbito de ese piso, en fin, él podía considerarse, sin lugar a dudas, el más afortunado. Pero por otra parte, lo atormentaba el pensamiento de que ahora se interponían dos barreras entre él y el mundo de la gente normal.

Al avanzar la primavera, el aire tornábase más tibio; pero a Giuseppe Corte ya no le gustaba asomarse a la ventana. Si bien semejante temor no fuera sino una tontería, él sentía que un extraño escalofrío se apoderaba de él cuando miraba las ventanas del primer piso, siempre cerradas en su gran mayoría, y cada vez más cercanas.

Su enfermedad parecía estacionaria. Después de tres días de permanencia en el quinto piso, apareció en su pierna izquierda una especie de eczema que no dio trazas de reabsorberse en los días sucesivos. Era una afección -le dijo el médico- absolutamente ajena a la enfermedad principal; un disturbio que podía presentársele a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, era necesario un intenso tratamiento de rayos gamma.

-¿Hay aquí ese tipo de rayos? -preguntó Giuseppe Corte.

-Por supuesto -respondió complacido el médico-. Nuestro hospital cuenta con todo. Existe sólo un inconveniente...

-¿Cuál? -preguntó Corte con un vago presentimiento.

-Lo llamo inconveniente sólo por llamarlo de alguna manera -se corrigió el doctor-. Quería decir que la instalación de los rayos la tenemos solamente en el cuarto piso, y yo le desaconsejaría bajar y subir tres veces al día semejante trayecto.

-¿Entonces, qué vamos a hacer?

-Lo mejor sería que usted se dignara bajar al cuarto piso, pero únicamente mientras dure el tratamiento.

-¡Basta! -gritó exasperado Giuseppe Corte-. ¡Ya estoy harto de seguir bajando! ¡Y no pienso bajar, aunque reviente!

-De acuerdo, como usted crea conveniente -dijo el médico, conciliador-. Pero como médico a su cargo, no olvide que le prohíbo ir allá abajo tres veces al día.

Lo peor de todo fue que el eczema, en vez de atenuarse, siguió ampliándose lentamente en los días sucesivos. Giuseppe Corte no lograba serenarse y continuaba revolviéndose en el lecho. Permaneció así, rabioso, durante tres días, hasta que tuvo que ceder. Espontáneamente le pidió al doctor que le aplicaran el tratamiento de los rayos y que lo transfirieran al piso inferior.

En su nuevo piso, Corte observó, con inconfesado placer, que él representaba una excepción. Los demás enfermos de la sección se hallaban en condiciones decididamente serias y no podían dejar el lecho ni un solo minuto. Él, en cambio, podía darse el lujo de ir a pie, desde su cuarto, a la sala de los rayos, entre el asombro y las felicitaciones de las enfermeras.

Giuseppe le precisó a su nuevo médico, con insistencia, su posición tan especial. Era un enfermo que, en realidad, tenía todo el derecho de estar en el séptimo piso, pero que ahora estaba en el cuarto. Al terminar el tratamiento con los rayos, él consideraba que volvería al piso superior. Y no pensaba admitir ya ninguna nueva excusa. Él, que podría estar aún en el séptimo piso, legítimamente.

-¡En el séptimo, en el séptimo! -exclamó sonriendo el médico que acababa de auscultarlo-. Ustedes, los enfermos, son siempre muy exagerados. Soy yo el primero en decir que usted puede estar contento de su estado, después de haber visto su tabla clínica; no se registran empeoramientos graves. Pero de esto a hablar del séptimo piso, y perdone mi brutal sinceridad, ¡hay una gran diferencia! Usted es uno de nuestros pacientes menos preocupantes; ¡pero es de cualquier modo un enfermo!

-¿Y entonces...? -dijo Giuseppe Corte, con la cara enrojecida-. ¿Usted en qué piso me colocaría?

-Por Dios, no es fácil decirlo. Yo únicamente le he hecho una breve visita. Para poder pronunciarme sería necesario observarlo durante una semana por lo menos.

-Está bien -insistió Corte-. Dentro de poco usted lo sabrá.
A fin de tranquilizarlo, el médico fingió concentrarse un momento en meditación; luego, asintiendo con la cabeza a sí mismo, dijo lentamente:

-¡Dios mío! Sólo por darle gusto... Pero podríamos colocarlo en el sexto. ¡Sí, sí! -agregó, como persuadiéndose a sí mismo-. En el sexto podría estar bien.

El doctor creía que esas palabras tranquilizarían al enfermo. En el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de susto. El enfermo se daba cuenta de que los médicos de los pisos superiores lo habían engañado. Este nuevo médico, evidentemente más experimentado y honesto, que le hablaba con sinceridad, sin lugar a dudas, ¡lo asignaba no al séptimo, sino al quinto piso, y quizás al quinto inferior! La inesperada desilusión dejó postrado a Corte. Esa tarde, la fiebre aumentó sensiblemente.

La permanencia en el cuarto piso señaló el periodo más tranquilo pasado por Giuseppe Corte desde su ingreso en el hospital. El médico era un hombre muy simpático, solícito y cordial. A menudo se quedaba durante horas conversando sobre temas muy diversos. Giuseppe Corte conversaba también de buen grado, eligiendo argumentos concernientes a su habitual vida de abogado y de hombre de mundo. Quería persuadirse de que pertenecía aún al consorcio de los hombres sanos, de que estaba ligado todavía al mundo de los negocios, de que le interesaban realmente los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin lograrlo. Invariablemente, la conversación acababa siempre por caer en el tema de la enfermedad.

El deseo de un mejoramiento cualquiera se había vuelto una obsesión para Giuseppe Corte. Desgraciadamente, los rayos gamma, si bien es cierto que habían logrado detener la expansión del eczema, no habían eliminado la afección cutánea. Todos los días hablaba de esto Giuseppe Corte con el médico, y se esforzaba en estos coloquios para mostrarse fuerte, y aun irónico, pero sin lograrlo.

-Dígame, doctor -le dijo un día-: ¿cómo va el proceso destructivo de mis células?

-¡Oh, no diga palabras tan feas! -lo regañó el doctor, bromeando-. ¿Dónde las aprendió? ¡Eso no está bien, no está bien; sobre todo en un enfermo! No quiero volver a oír tales palabras.

-Está bien, de acuerdo -objetó Corte-. Pero no me ha respondido.

-Ah, le responderé inmediatamente -dijo el doctor, cortésmente-. El proceso destructivo de las células, repitiendo su horrible expresión, es, en su caso, mínimo. Pero me atrevería a definirlo como obstinado.

-Obstinado... ¿Crónico, quiere decir?

-No me haga decir lo que yo no he dicho. He dicho solamente obstinado. Pero así son estos casos en su mayoría. Incluso afecciones muy leves requieren a menudo tratamientos largos y enérgicos.

-Pero dígame usted, doctor, ¿cuándo podré esperar una mejoría?

-¿Cuándo? En estos casos, son más bien difíciles... Pero escúcheme bien -añadió después de una pausa meditativa-. Veo en usted un verdadero afán de curarse... Si yo no tuviera miedo de hacerlo enojar, ¿sabe qué le aconsejaría?

-Dígamelo, doctor...

-Muy bien, le planteo la cuestión en términos muy claros. Si yo aquejado de esta enfermedad, incluso en forma muy tenue, llegara a este sanatorio, que es quizá el mejor que existe, me haría colocar espontáneamente y desde el primer día, desde el primer día, ¿me entiende?, en uno de los pisos más bajos. Haría que me llevaran nada menos que al...

-¿Al primero? -sugirió Corte, con una sonrisa forzada.

-¡Claro que no! ¡Al primero, no! -respondió irónicamente el médico-. ¡Nada de esto! Al tercero o al segundo, desde luego. En los pisos inferiores los tratamientos son mejores, se lo garantizo; las instalaciones y los equipos son más potentes y completos, el personal está mejor capacitado. ¿No sabe usted quién es el alma de este hospital?

-¿No es el profesor Dati?

-El profesor Dati, ni más ni menos. Es el inventor del tratamiento que aplicamos aquí, él proyectó totalmente esta casa de salud. Pues bien; él, el maestro, se halla, por decirlo de alguna manera, entre el primero y el segundo piso. De ahí irradia su fuerza directiva. Pero su influjo no llega más allá del tercer piso, se lo aseguro; podría decirse que sus órdenes se desmenuzan mientras más ascienden, que pierden consistencia, se desvían. El corazón del hospital está abajo, y es necesario estar abajo para tener los mejores tratamientos.

-En fin, usted me aconseja... -observó Giuseppe Corte con voz temblorosa-. Entonces, usted me aconseja...

-Añada una cosa -dijo el doctor, impertérrito-, añada que en su caso particular hay que tener cuidado en que el eczema debe eliminarse. Una cosa sin mayor importancia, convengo en ello, pero muy molesta y que a la larga podría deprimir su “moral”. Y usted sabe cuan importante es para la curación la tranquilidad del espíritu. Las aplicaciones de rayos que le he hecho han fructificado sólo parcialmente. ¿Por qué? Puede ser que se trate únicamente de una casualidad; pero también puede deberse a que la cantidad de rayos no sea suficientemente intensa. Pues bien, en el tercer piso los aparatos de rayos son más potentes. Las probabilidades de curar su eczema serían mucho mayores. Considere que una vez encaminada la curación, se habrá dado el paso más difícil. Cuando se empieza a agravar, es difícil volver atrás. Cuando usted se sienta de veras mejor, entonces nada impedirá que usted vuelva a subir acá con nosotros, o incluso más arriba, de acuerdo a sus “méritos”, hasta llegar al quinto, al sexto o incluso hasta el mismo séptimo piso, me atrevo a decir...

-¿Pero usted cree que esto puede acelerar la curación?

-Desde luego, sin lugar a dudas. Le he dicho lo que haría yo si estuviera en su lugar.

El doctor le hablaba de estas cosas todos los días. En fin, llegó el día en que el enfermo, cansado de padecer el eczema y no obstante la instintiva renuencia a bajar de piso, decidió seguir el consejo del médico y se trasladó al piso de abajo.

Estando en el tercer piso, notó inmediatamente en esa sección una especial alegría tanto en el médico como en las enfermeras, aunque allí se hallaran en tratamiento enfermos con casos preocupantes. No le pasó desapercibido que esa alegría iba aumentando con el paso de los días. Intrigado, después de tomar confianza con la enfermera, le preguntó el motivo por el cual todos estaban tan contentos.

-Ah, ¿no lo sabe? -respondió la enfermera-. Dentro de tres días saldremos de vacaciones.

-Aja, ¿se van de vacaciones?

-Desde luego. Durante quince días, el tercer piso se cierra y el personal se va a descansar. El descanso le toca por turno a cada uno de los pisos.

-¿Y qué hacen con los enfermos?

-Puesto que hay relativamente pocos, de dos pisos se hace uno solo.

-¿Reunirán a los enfermos del tercero y del cuarto?

-No, no -corrigió la enfermera-. Del tercero y del segundo. Los que están aquí deberán ir al segundo.

-¿Bajar al segundo? -dijo Giuseppe Corte, pálido como un muerto-. ¿Debo yo bajar al segundo?

-Claro que sí. ¿Qué tiene de extraño? Usted volverá a este cuarto dentro de quince días, cuando volvamos. No hay ninguna razón para asustarse.

Sin embargo, Giuseppe Corte -ya que un misterioso instinto lo advertía, se sintió invadido de un miedo cruel. Mas viendo que no podía retener al personal que se iría de vacaciones, y convencido de que el nuevo tratamiento con rayos más intensos le hacía bien -pues el eczema ya casi había sido eliminado completamente-, Corte no se atrevió a oponerse formalmente al nuevo traslado. Exigió, sin embargo, ignorando las guasas de las enfermeras, que colocaran en la puerta de su nuevo cuarto un cartelito con esta leyenda: “Giuseppe Corte, del tercer piso. De paso.” Una cosa semejante no tenía precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos no se opusieron, pensando que en un temperamento como el de Corte la más pequeña de las contrariedades pudiera provocar una gran conmoción.

Se trataba, en el fondo, de esperar quince días, ni más ni menos. Giuseppe Corte se puso a contarlos con avidez obstinada, y se quedaba en la cama horas enteras, inmóvil, con la mirada fija en los muebles que, en el segundo piso, no eran tan modernos y alegres como en las otras secciones superiores, sino que asumían dimensiones mayores, con líneas más solemnes y severas. De vez en cuando aguzaba el oído, pues le parecía desde el piso de abajo, el piso de los moribundos, la sección de los “condenados”, oír vagos estertores de agonías.

Naturalmente, todo esto contribuía a desanimarlo. La disminuida serenidad parecía estimular a la enfermedad, la fiebre tendía al aumento, la debilidad general aumentaba. Estaban ya en pleno verano, y desde la ventana no podían verse las casas ni los tejados de la ciudad, sino solamente la verde muralla verde de los árboles que circundaban el hospital.

Siete días después, hacia las dos de la tarde, entraron de improviso tres enfermeros y el jefe de éstos, empujando una camilla rodante.

-¿Estamos listos para el traslado? -le preguntó en son de chanza bonachona el jefe de enfermeros.

-¿Qué traslado? -preguntó con voz desalentada Giuseppe Corte-. ¿Qué bromas son éstas? ¿Qué no vuelven dentro de siete días los del tercer piso?

-¿Cuál tercer piso? -dijo el jefe de enfermeros, como si no entendiera-. Me han ordenado llevarlo al primer piso; mire... -y le mostró una hoja de papel impresa, con la orden firmada nada menos que por el mismo profesor Dati.

El terror y la rabia infernal de Giuseppe Corte explotaron entonces en fuertes y airados gritos que invadieron toda la sección.

-¡Calma, calma, por caridad! -suplicaron los enfermeros-. ¡Hay enfermos que no se sienten bien! 
Pero se necesitaba algo más para calmarlo.

Finalmente, acudió el médico que dirigía esa sección, una persona muy gentil y educada. Pidió explicaciones al jefe de enfermeros, miró el papel firmado, habló con Giuseppe Corte. Luego se dirigió encolerizado al jefe de enfermeros; le dijo que se trataba de un error, que él no había dispuesto nada de ese género; que desde hacía tiempo había una intolerable confusión y que no podía estar al tanto de todo... En fin, después de poner en su lugar al dependiente, se dirigió de nuevo al enfermo, cortésmente, y le ofreció encarecidas disculpas.

-Desgraciadamente... -agregó el médico-, desgraciadamente, el profesor Dati salió hace una hora y no volverá sino hasta dentro de dos días, porque solicitó una licencia. Lo siento mucho, pero sus órdenes no pueden transgredirse. Él será el primero en lamentar semejante error... ¡Se lo aseguro! ¡No entiendo cómo pudo haber sucedido!

Un escalofrío estaba sacudiendo ya a Giuseppe Corte. Se había esfumado su capacidad de autodominio. El terror lo arrollaba como a un niño. Sus sollozos, lentos y desesperados, repercutían en el cuarto.

Y así llegó a la última estación, a causa de un error, execrable. ¡Él, en la sección de los moribundos; él, que en el fondo por la gravedad de su mal según el juicio de los médicos más severos, tenía todo el derecho de estar instalado en el sexto, si no en el séptimo! La situación era tan grotesca, que en ciertos momentos Giusseppe Corte sentía ganas de ponerse a carcajear desenfrenadamente

Extendido en el lecho, mientras la calurosa tarde de verano transcurría lentamente sobre la gran ciudad, él miraba el verdor de los árboles a través de la ventana, con la impresión de haber llegado a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes y baldosas esterilizadas. de pasillos helados y mortuorios, de blancas figuras humanas sin alma. Creyó incluso que los árboles que distinguía a través de la ventana no eran verdaderos; y acabó por convencerse de esto al notar que no se movían las hojas de los árboles. Esta idea lo estremeció de tal modo, que tocó el timbre para llamar a la enfermera. Al acudir ésta, le pidió sus lentes de miope, lentes que nunca usaba estando en cama. Sólo entonces pudo tranquilizarse un poco. Con la ayuda de los lentes pudo cerciorarse de que los árboles eran verdaderos y de que las hojas, aunque levemente, de vez en cuando se movían al paso del viento.

Después de salir la enfermera, pasó un cuarto de hora en completo silencio. Seis pisos, seis murallas terribles aplastaban con implacable peso a Giuseppe Corte, a causa de un error administrativo. ¿En cuántos años, sí, era menester pensar en años, en cuántos años lograría volver hasta el borde de aquel precipicio?
¿Por qué razón el cuarto se oscurecía de repente? Si la tarde se hallaba en plenitud. Con un esfuerzo supremo Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por un extraño torpor, vio el reloj que estaba sobre el buró, a un lado de la cama. Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia otra parte, y vio que las persianas corredizas, obedientes a una orden misteriosa, descendían lentamente, cerrándole el paso a la luz.
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