lunes, 15 de diciembre de 2014

STEPHEN KING - SALA DE AUTOPSIAS N° 4


Está tan oscuro que durante un rato, no sé cuánto, tengo la sensación de que sigo inconsciente. Por fin se me ocurre que las personas inconscientes no experimentan la sensación de que se mueven por la oscuridad acompañadas de un leve sonido rítmico que solo puede ser el chirrido de una rueda. Además, me siento el cuerpo, desde la coronilla hasta la punta de los pies. Huelo algo que podría ser goma o plástico. Eso no es la inconsciencia, y hay algo demasiado... ¿Demasiado qué? Demasiado racional en estas sensaciones para que formen parte de un sueño.
Entonces, ¿qué es? ¿Quién soy yo? ¿Y qué me está sucediendo?
La rueda deja de emitir su estúpido chirrido, y yo dejo de moverme. A mi alrededor, la cosa que huele a goma cruje.
-¿Cuál han dicho? -pregunta una voz.
Silencio.
-La 4, creo. Sí, la 4 -responde una segunda voz.
Reanudamos la marcha, pero más despacio. Ahora oigo un leve arrastrar de pies, calzados probablemente con zapatos de suela suave, tal vez zapatillas deportivas. Los propietarios de las voces son los propietarios de los zapatos. Vuelven a detenerme. Se oye un golpe sordo seguido de una especie de zumbido. Creo que es el sonido de una puerta de bisagras neumáticas al abrirse.
“¿Qué está pasando aquí?”, grito, pero solo en mi cabeza. Mis labios no se mueven. Los siento, al igual que la lengua, tendida sobre el lecho de mi boca como un topo asustado, pero no puedo moverlos.
La cosa sobre la que estoy tendido se pone de nuevo en marcha. ¿Una cama móvil? Una camilla, en otras palabras. Hace mucho tiempo tuve cierta experiencia con ellas, durante la repugnante aventura asiática de Lyndon Johnson. Se me ocurre la idea de que estoy en un hospital, de que me ha sucedido algo malo, algo similar a la explosión que estuvo a punto de pulverizarme hace 23 años, y que me van a operar. Esa idea ofrece muchas respuestas, respuestas sensatas en su mayoría, pero a decir verdad no me duele nada. Salvo por el insignificante detalle de que estoy cagado de miedo, me encuentro bien. Y si esos camilleros me están llevando al quirófano, ¿por qué no veo nada? ¿Por qué no puedo hablar?
—Por aquí, chicos —dice una tercera voz.
Mi cama con ruedas avanza en una dirección distinta, y la pregunta que me martillea el cerebro es: “¿En qué clase de lío me he metido?”.
“¿No depende eso de quién seas?”, me pregunto a renglón seguido, pero de repente me doy cuenta de que para esa pregunta sí tengo respuesta. Soy Howard Cottrell, corredor de Bolsa al que algunos de mis colegas conocen por el sobrenombre de Howard el Conquistador.
—Hoy está muy guapa, doctora —observa la segunda voz (justo encima de mi cabeza).
—Siempre es agradable recibir tu visto bueno, Rusty —replica una cuarta voz, esta vez femenina y muy fría—. ¿Podríais daros un poco de prisa? La niñera me espera a las 7. Ha quedado para cenar con sus padres.
A las 7, a las 7. Aún es por la tarde, pero aquí dentro reina la negrura, como en tu sombrero, como en el culo de un pájaro carpintero, como la medianoche en Persia, y ¿qué está pasando? ¿Dónde he estado? ¿Qué he hecho? ¿Cómo es que no estoy al teléfono?
“Porque es sábado”, murmura una voz desde las profundidades. “Estabas... estabas...”
Un sonido: ¡WOOK! Un sonido que adoro. Un sonido por el que vivo. El sonido de... ¿qué? Un palo de golf, por supuesto. El palo de golf al golpear la pelota. Permanezco inmóvil, siguiéndola con la mirada mientras surca el cielo azul...Me agarran por los hombros y las pantorrillas y me levantan. El gesto me sobresalta, e intento gritar. De mis labios no brota sonido alguno... o tal vez sí, un gemido casi inaudible, mucho más leve que el chirrido de la rueda. Y quizá ni eso siquiera. Probablemente no sea más que fruto de mi imaginación. Me llevan en volandas rodeado de oscuridad. “¡Eh, no me dejéis caer, que tengo problemas de espalda!”, intento advertirles, pero ni mis labios ni mis dientes responden. Mi lengua sigue inmóvil en la cavidad bucal, un topo quizá no asustado, sino muerto, y de repente se me ocurre una idea espantosa que me acerca un poco más al pánico. ¿Y si me colocan mal y la lengua me resbala hacia atrás y me bloquea la tráquea? ¡No podré respirar! A eso se refiere la gente cuando comenta que una persona “se ha tragado la lengua”, ¿no?
—Este le gustará, se parece a Michael Bolton —comenta la segunda voz (Rusty).
—¿Y ese quién es? —quiere saber la doctora.
—Ese cantante blanco hortera que quiere ser negro, pero no creo que este tipo sea él —interviene la tercera voz, que parece pertenecer a un hombre joven, poco más que un adolescente.
Se oyen risas como respuesta al comentario, la de la doctora algo dubitativa, y cuando me posan sobre lo que parece una mesa acolchada, Rusty suelta otra bromita; parece que tiene un amplio repertorio. Pero yo me lo pierdo debido a otra idea espeluznante. No podré respirar si la lengua me obstruye la tráquea, eso es lo que acaba de ocurrírseme, pero ¿y si no estoy respirando en este momento?¿Y si estoy muerto? ¿Y si esto es la muerte?
Todo encaja con una suerte de sobrecogedora precisión profiláctica. La oscuridad. El olor a goma. Hoy en día soy Howard el Conquistador, extraordinario corredor de Bolsa, el terror del club de campo de Derry, asiduo de lo que en los campos de golf de todo el mundo se conoce como el Hoyo 19, pero en 1971 formaba parte de un equipo de asistencia médica en el delta del Mekong, un muchacho asustado que a veces despertaba con los ojos arrasados en lágrimas tras soñar con el perro de su familia, y de repente me doy cuenta de que conozco esta sensación, este olor. Por el amor de Dios, estoy en una bolsa para cadáveres.
—¿Me firma esto, doctora? No olvide apretar bien; son tres copias —advierte la primera voz.
El rasgueo de una pluma sobre papel. Imagino al propietario de la primera voz alargando la tablilla con el sujetapapeles a la doctora.
“¡Oh, Dios mío, no permitas que esté muerto!”, intento gritar, pero de nuevo en vano.
“Estoy respirando, ¿no? Quiero decir que no me noto respirar, pero mis pulmones están bien, no me duelen ni parecen a punto de estallar como cuando te sumerges demasiado, así que debo de estar bien, ¿no?”
“A menos que estés muerto —murmura aquella voz de las profundidades—. Entonces no estarían a punto de estallar, ¿no te parece? No, porque los pulmones muertos no necesitan respirar. Los pulmones muertos... bueno, se lo toman con calma.”
—¿Qué hace el sábado por la noche, doctora? —pregunta Rusty.
“Pero si estoy muerto, ¿cómo es posible que sienta las cosas? ¿Cómo es posible que huela la bolsa? ¿Cómo es posible que oiga estas voces, a la doctora responder que el sábado por la noche tiene que bañar a su perro, que también se llama Rusty, mira por dónde, y a todos reír la broma? Si estoy muerto, ¿por qué no he desaparecido o estoy envuelto en la luz blanca de la que siempre hablan en el programa televisivo de Oprah?”
De repente oigo un estridente rasgón y me encuentro efectivamente envuelto en luz blanca. Es una luz cegadora, como el sol cuando asoma entre las nubes un día de invierno. Intento entornar los ojos para protegerme de ella, pero no puedo. Mis párpados parecen persianas rotas.
Un rostro se inclina sobre mí y bloquea parte de la luz, que no procede de un deslumbrante plano astral, sino de una hilera de fluorescentes de techo. El rostro pertenece a un joven convencionalmente guapo de unos 25 años; se parece a esos marmolillos que salen en Baywatch o Melrose Place, aunque un poco más inteligente. Bajo la gorra de quirófano colocada de cualquier forma sobre su cabeza asoma gran cantidad de cabello negro. También lleva la bata de rigor. Tiene los ojos azul cobalto, la clase de ojos por los que las chicas supuestamente se vuelven locas. Sobre los pómulos resaltan sendas constelaciones de pecas.
—Vaya, vaya —dice; es la tercera voz—. Realmente se parece a Michael Bolton. Tiene los dientes un poco largos; puede que...
Se acerca más; una de las cintas del cuello de la bata quirúrgica me hace cosquillas en la frente.
—Pero sí... se parece. Eh, Michael, cántanos algo.
“¡Ayúdeme!”, es lo que intento cantar, pero no puedo más que mirarle a los ojos azul oscuro con expresión de muerto. Una y otra vez me pregunto si estoy muerto, si esto es lo que pasa, si esta situación es la que todo el mundo experimenta cuando la bomba se para. Si sigo vivo, ¿cómo es que no ha visto mis pupilas contraerse con la luz? Pero ya conozco la respuesta a esa pregunta... o al menos eso creo. No se han contraído, por eso me resulta tan doloroso el contacto con la luz de los fluorescentes.
La cinta me hace cosquillas en la frente como una pluma.“¡Ayúdeme!”, grito al musculitos de Baywatch, que con toda seguridad es un interno o quizá tan solo un estudiantillo de medicina. “¡Ayúdeme, por favor!”Pero mis labios no tiemblan siquiera.
El rostro retrocede, la cinta deja de hacerme cosquillas, y toda aquella luz blanca se me mete en los ojos, incapaces de desviar la mirada, y me perfora el cerebro. Es una sensación muy desagradable, una especie de violación. Me quedaré ciego si sigo mirando la luz demasiado rato, creo, y la ceguera constituirá un alivio. ¡WOOK! El sonido del palo al conectar con la bola, pero esta vez un poco sordo, y con una sensación extraña en las manos. La bola sale disparada... pero se desvía... se desvía... se desvía hacia...
Mierda.
Estoy en apuros.
Otro rostro invade mi campo de visión. Bata blanca en lugar de verde, coronada por una desaliñada melena de cabello anaranjado. Coeficiente de inteligencia de rebajas, me da la impresión. Solo puede tratarse de Rusty. Exhibe una amplia y tontorrona sonrisa que me recuerda a la secundaria, la sonrisa de un chico que debería llevar un tatuaje que dijera NACIDO PARA MIRAR BRAGAS en un bíceps inútil.
—¡Michael!—exclama Rusty—. ¡Estás de miedo, chico! ¡Qué honor! ¡Canta para nosotros, grandulón! ¡Canta hasta reventar, fiambre!
A mi espalda se oye la voz de la doctora, que habla en tono frío, sin fingir siquiera que las tonterías del chico le hacen gracia.
—Basta, Rusty —La voz se desvía un poco para añadir—: Ponme al día, Michael.
La voz de Michael es la primera, el compañero de Rusty. Parece algo avergonzado por trabajar con un tipo que de mayor quiere ser un comediante de tres al cuarto.
—Lo encontramos en el hoyo 14 del club de golf municipal de Derry. Un poco apartado del campo, entre la maleza. De no ser por los cuatro que jugaban detrás de él, que vieron que una de sus piernas asomaba entre los arbustos, ahora mismo sería un hormiguero.
De nuevo oigo el sonido en mi cabeza. ¡WOOK!, pero esta vez seguido de otro sonido mucho menos agradable, el susurro de la maleza que remuevo con el palo de golf. Tenía que ser el hoyo 14, donde se supone que hay hiedra venenosa. Hiedra venenosa y...Rusty sigue mirándome con expresión idiotizada y ávida. No es la muerte lo que le interesa, sino mi parecido con Michael Bolton. Oh, sí, soy consciente de ello, reconozco haberlo utilizado con ciertas clientes. Pero con tiento, que si no se nota enseguida. Y en estas circunstancias... por el amor de Dios.
—¿Quién lo atendió? —pregunta la doctora— ¿Kazalian?
—No —responde Mike, que por un instante baja la mirada hacia mí. Le lleva al menos 10 años a Rusty, cabello negro salpicado de canas, gafas. ¿Cómo es que ninguno de ellos se da cuenta de que no estoy muerto?
—Uno de los que lo encontró era médico. La firma en la primera página es suya... ¿Lo ve?
Frufrú de papeles.
—Uf, Jennings —resopla la doctora—. Lo conozco. Fue el que examinó a Noé después de que el arca embarrancara en el monte Ararat.
Rusty no parece entender el chiste, pero aun así lanza una carcajada delante de mis narices. El aliento le huele a cebolla, vestigio del almuerzo, y si huelo la cebolla, significa que estoy respirando, ¿no? Si...
Pero antes de que pueda acabar la idea, Rusty se me acerca más, y siento una oleada de esperanza. ¡Ha visto algo! Ha visto algo y va a hacerme el boca a boca. ¡Que Dios te bendiga, Rusty! ¡Que Dios os bendiga a ti y a tu aliento cebollino! Pero la sonrisa estúpida no cambia, y en lugar de juntar sus labios con los míos, me rodea la mandíbula con la mano. Agarra un lado con el pulgar y el otro con el resto de los dedos.
—¡Está vivo! —grita— ¡Está vivo y va a cantar para el club de fans de Michael Bolton en la sala 4!
Incrementa la presión de los dedos, y experimento un dolor lejano, como cuando se te pasa el efecto de la novocaína. Luego empieza a moverme la mandíbula arriba y abajo, haciendo entrechocar mis dientes.
—Si es malaaaaaa, no lo sé ver —canta Rusty con una espantosa voz desafinada que mataría de un disgusto a Percy Sledge—. Para mí es perfectaaaaa...
Mis dientes se juntan y se separan a cada movimiento brusco; la lengua sube y baja como un perro muerto rebotando sobre la superficie vacilante de una cama de agua.
—¡Basta! —ordena la doctora con voz escandalizada.
Rusty, tal vez consciente de su reacción, desobedece y continúa con el jueguito. Ahora sus dedos me pellizcan las mejillas. Mis ojos paralizados lo miran con fijeza.
—Daría la espalda a su mejor amigo si ella se lo hicie...
Y de repente aparece ella, una mujer enfundada en una bata verde, con la gorra atada alrededor del cuello y colgándole espalda abajo como un sombrero de vaquero, cabello castaño corto apartado de la frente, atractiva, pero de aspecto severo, no exactamente bonita. Agarra a Rusty con dedos de uñas cortas y lo aparta de mí.
—¡Eh! —protesta Rusty, indignado— ¡Quíteme las manos de encima!
—Pues quítale tú las manos de encima a él —replica la doctora con indiscutible enojo—. Estoy harta de tus bromitas infantiles, Rusty, y la próxima vez daré parte de tu conducta.
—A ver si nos calmamos todos —tercia el musculitos de Baywatch, asistente de la doctora, en tono alarmado, como si esperara que Rusty y su jefa estuvieran a punto de liarse a puñetazos—. Dejémoslo ya, ¿vale?
—¿Por qué se pone tan borde conmigo? —exclama Rusty.
Intenta parecer indignado, pero lo cierto es que está lloriqueando.
—¿Por qué se pone tan borde conmigo? —repite dirigiéndose a ella—. ¿Tiene la regla o qué?
—Fuera de aquí —espeta la doctora con voz asqueada.
—Vamos, Rusty. Vamos a fichar —lo insta Mike.
—Y a tomar el aire —añade Rusty.
Y yo oyéndolo todo como si escuchara la radio.
Sus pies chirrían hacia la puerta. Rusty todo ofendido, preguntándole por qué no lleva algún tipo de distintivo para que la gente sepa de qué humor está. Zapatos de suela blanda chirriando sobre las baldosas, y de repente el sonido da paso a los golpes de mi palo de golf batiendo la maleza en busca de la maldita pelota, dónde está, no puede andar demasiado lejos, estoy seguro, así que dónde está, por el amor de Dios, cómo odio el 14, dicen que hay hiedra venenosa, y con tantos arbustos, bien podría haber...
Y entonces me mordió algo, ¿no? Sí, estoy casi seguro de ello. En la pantorrilla izquierda, justo encima del borde del calcetín blanco de deporte. Una punzada ardiente de dolor, primero muy localizado, pero cada vez más extendido...
... Y entonces la oscuridad. Hasta la camilla, bien envuelto en la bolsa de plástico, escuchando a Mike decir: “¿Cuál han dicho?”, y a Rusty contestar: “La 4, creo. Sí, la cuatro”.
Quiero creer que ha sido una serpiente, pero tal vez eso se deba a que estaba pensando en serpientes mientras buscaba la bola. Podría haber sido un insecto; solo recuerdo el dolor, y a fin de cuentas, ¿qué importa? Lo que importa es que estoy vivo y ellos no lo saben. Es increíble, pero no lo saben. Por supuesto, he tenido mala suerte. Conozco al doctor Jennings, recuerdo haber hablado con él al cruzarme con su cuarteto en el once. Un tipo simpático, pero algo vago, una verdadera reliquia. La reliquia me ha dado por muerto. Y luego Rusty, con sus atontados ojos verdes y su sonrisa de fracaso escolar, me ha dado por muerto. La doctora Sombrero Vaquero ni siquiera me ha echado un vistazo, tal vez cuando me mire...
—Detesto a ese idiota —resopla en cuanto la puerta se cierra.
Ahora solo quedamos tres, aunque por supuesto, la doctora Sombrero Vaquero cree que son dos.
—¿Por qué siempre me tocan los idiotas, Peter?
—No sé —contesta el señor Melrose Place—, pero Rusty es un caso especial, incluso en los anales de idiotas famosos. Es un desustanciado.
La doctora se echa a reír, y de repente oigo un ruido metálico seguido de un sonido que me da un susto de muerte, el tintineo de instrumentos de acero al entrechocar. Están a mi izquierda, y aunque no puedo verlos, sé que se están preparando para hacerme la autopsia. Están a punto de cortarme en pedacitos. Pretenden arrancar el corazón de Howard Cottrell para comprobar si ha sido el pistón o la junta de culata.
“¡Mi pierna! —grito mentalmente—. ¡Mirad mi pierna izquierda! ¡Ahí está el problema, no en mi corazón!”
Quizá los ojos se han acostumbrado un poco a la luz, a fin de cuentas. En el extremo superior de mi campo de visión veo un artefacto de acero inoxidable. Parece un gigantesco instrumento de dentista, aunque lo que tiene en la punta no es una fresa. Desde algún confín recóndito del cerebro, donde se guarda la clase de conocimientos que solo necesitas cuando juegas al Trivial, incluso me asalta el nombre. Es una sierra de Gigli y sirve para serrar la parte superior del cráneo. Eso después de arrancarte la cara como si de una máscara de carnaval se tratara, con cabello y todo. Y luego te sacan el cerebro.
Clinc, clinc. Clunc. Pausa. Acto seguido, un clanc tan estruendoso que habría dado un respingo de poder moverme.
—¿Quieres hacer la incisión pericárdica? —pregunta ella.
—¿Quieres que la haga? —responde Pete en tono cauteloso.
—Creo que sí —responde la doctora Sombrero Vaquero en el tono afable de quien hace un favor y delega una responsabilidad.
—De acuerdo —accede Pete—. ¿Me darás una mano?
—Seré tu servicial copiloto —asegura ella con una carcajada a la que sigue un ruido.
Tijeras cortando el aire.
El pánico me palpita entre las paredes del cráneo como una bandada de estorninos atrapados en un desván. Ha transcurrido mucho tiempo desde Vietnam, pero allí presencié media docena de autopsias de las que los médicos denominaban “de campaña”, y tengo muy claro lo que se disponen a hacer. Las tijeras son de hojas largas y afiladas, muy afiladas, y ojos gruesos. Hay que ser fuerte para utilizarlas. La hoja inferior se desliza en el intestino como si fuera mantequilla. Luego, snip, snip, hacia arriba cortando el manojo de nervios del plexo solar y el sólido trenzado de músculos y tendones situados sobre él. A continuación el esternón. Cuando las hojas se juntan en este punto, producen un fuerte crujido al partirse el hueso y la caja torácica, como dos barriles que hubieran estado atados con cordel. Continúan hacia arriba esas tijeras que tanto se parecen a las que usan los polleros, snip-CRUNCH, snip-CRUNCH, snip-CRUNCH, partiendo hueso, seccionando músculo, liberando los pulmones de camino a la tráquea, convirtiendo a Howard el Conquistador en una cena de Acción de Gracias que nadie se comerá. Un gemido agudo y penetrante que sí suena a fresa de dentista.
—¿Puedo...? —pregunta Pete.
—No, estas —señala la doctora Sombrero Vaquero en tono algo maternal.
Snic, snic. Una pequeña demostración para el asistente.
“No pueden hacerlo, pienso. No pueden rajarme... ¡Lo siento todo!”
—¿Por qué? —inquiere Pete.
—Porque lo digo yo —responde la doctora en tono mucho menos maternal—. Cuando estés solo, querido Pete, podrás hacer lo que te venga en gana, pero en la sala de autopsias de Katie Arlen se empieza con las tijeras pericárdicas. Sala de autopsias. Ya está. Ya lo ha soltado. Me entran ganas de tener piel de gallina, pero por supuesto, mi piel está de huelga.
—Recuérdalo —prosigue la doctora Arlen con retintín aleccionador—. Cualquier idiota puede aprender a usar una máquina ordeñadora... pero el procedimiento manual siempre es el mejor —explica con voz vagamente sugerente—. ¿Entendido?
—Entendido —asegura él.
Van a hacerlo. Tengo que emitir algún sonido o hacer algún movimiento, de lo contrario van a hacerlo. Si sale sangre en el primer corte de las tijeras, sabrán que algo anda mal, pero por entonces puede que sea demasiado tarde; ya habrá tenido lugar ese primer snip-CRUNCH, y tendré las costillas encima de los brazos mientras el corazón me late frenético bajo los fluorescentes en su sanguinolenta y reluciente bolsa...
Me concentro con todas mis fuerzas en mi pecho. Empujo... o al menos lo intento... y algo sucede.
¡Un sonido!
¡He emitido un sonido!
Está encerrado en el interior de mi boca, pero también lo oigo y lo siento en la nariz, un zumbido levísimo.
Haciendo acopio de toda mi energía, lo repito, y esta vez el sonido es algo más fuerte, se escapa de mis fosas nasales como humo de cigarrillo. Nnnnnn... Me recuerda un antiguo programa televisivo de Alfred Hitchcock que vi hace mucho, mucho tiempo, en el que Joseph Cotten quedaba paralizado tras un accidente de coche y por fin conseguía hacer saber a los demás que estaba vivo gracias a una única lágrima que le brotaba del ojo.
En cualquier caso, ese minúsculo zumbido de mosquito me ha demostrado a mí mismo que sigo vivo, que no soy un espíritu atrapado en la efigie de arcilla de mi cadáver.
Con otro esfuerzo supremo de concentración, logro percibir que el aire me atraviesa la nariz hasta llegar a la garganta, sustituyendo el aliento que acabo de exhalar. Al poco lo exhalo de nuevo, esforzándome mucho más de lo que me esforcé jamás en la Lane Construction Company, cuando era un adolescente, esforzándome como nunca me había esforzado, porque ahora mi vida depende de ello, y tengo que conseguir que me oigan, por el amor de Dios, tengo que conseguirlo.
Nnnnnnnn...
—¿Te apetece un poco de música? —pregunta la doctora—. Tengo Marty Stuart, Tony Bennett...
Pete resopla exasperado. Apenas lo oigo, pero me distrae por un instante del significado de las palabras de la doctora... lo que no deja de ser una bendición.
—De acuerdo, de acuerdo —accede ella, riendo—. También tengo algo de los Rolling Stones.
—¿Tú?
—Sí, yo. No soy tan rancia como parezco, Pete.
—No pretendía... —farfulla él, azorado.
“¡Escuchadme! —grito de nuevo con la mirada muerta clavada en los fluorescentes—. ¡Dejad de parlotear como cotorras y escuchadme!”
Siento más aire descendiéndome por la garganta y se me ocurre que lo que sea que me haya sucedido empieza a remitir... pero no es más que un levísimo destello en la pantalla de mis pensamientos. Puede que esté remitiendo, pero dentro de nada ya no tendré posibilidad de recuperarme. Concentro todas mis fuerzas en lograr que me oigan, y esta vez me oirán, lo sé.
—Stones, entonces —decide ella—. A menos que quieras que salga en busca de un CD de Michael Bolton en honor a tu primera incisión pericárdica.
—¡No, por favor! —exclama él, y ambos se echan a reír.
El sonido vuelve a salir, esta vez con mayor fuerza. No tanta como había esperado, pero suficiente. Seguro. Lo oirán, tienen que oírlo.
Y entonces, justo en el instante en que empiezo a empujar el sonido hacia el exterior como si fuera un líquido que está a punto de solidificarse, la sala queda inundada por el chillido de una guitarra rockera, y la voz de Mick Jagger rebota contra las paredes: “Awww, no, it's only rock and roll, but LIYYYYKE IT...”.
—¡Bájala! —grita exageradamente la doctora Sombrero Vaquero.
Y entre tanto estruendo, mi sonidito nasal, un leve y desesperado zumbido, no es más audible que un susurro en una fundición.
El rostro de la doctora se cierne sobre mí, y de nuevo me invade el horror al ver que lleva gafas protectoras y mascarilla sobre la boca. Al poco mira de refilón.
—Ya lo desnudo yo —anuncia a Pete antes de inclinarse hacia mí con un bisturí centelleante en la mano enguantada, entre el retumbar guitarrero de los Rolling Stones.
Zumbo como un poseso, pero no sirve de nada. Ya ni siquiera lo oigo yo mismo.El bisturí queda suspendido un instante sobre mi cuerpo antes de cortar.Profiero un chillido mental, pero no siento dolor, solo el polo que me cae por los costados partido en dos, como mi caja torácica cuando Pete, sin saberlo, practique su primera incisión pericárdica a un paciente vivo.
Me levantan. La cabeza me cae hacia atrás, y por un instante veo a Pete boca abajo, de pie junto a un tablero de acero, poniéndose las gafas protectoras y haciendo inventario de espeluznante instrumental. La herramienta principal es la descomunal tijera de marras. Apenas tengo tiempo de verla, un destello de hojas reluciendo como despiadado satén, porque enseguida me tumban de nuevo, ya sin polo. Estoy desnudo de cintura para arriba. Hace frío en la sala.
“¡Mírame el pecho! —grito a la doctora—. Tienes que verlo subir y bajar, por muy poco profunda que sea mi respiración. ¡Eres una profesional, joder!”
Pero la doctora está mirando hacia el otro lado de la sala, levantando la voz para hacerse oír por encima de la música. (“I like it, like it, yes I do”, cantan los Rolling, y tengo la sensación de que oiré ese maldito estribillo nasal por los pasillos del infierno durante toda la eternidad.)
—¿Tú qué dices, slip o boxers? —pregunta.
Con una mezcla de horror y furia, me doy cuenta de a qué se refieren.
—¡Boxers! —exclama Pete—. ¡Claro que sí, no hay más que echar un vistazo al tipo!
“¡Cabrón! —quiero gritarle—. ¡Seguro que crees que todos los hombres de más de 40 años llevan boxers! ¡Seguro que crees que cuando tú los cumplas, también...!”
La doctora me desabrocha el botón de las bermudas y me baja la cremallera. En otras circunstancias, el hecho de que una mujer tan guapa (un poquito seria, sí, pero guapa a fin de cuentas) me hiciera lo que me está haciendo esta me pondría la mar de contento, pero hoy...
—Has perdido, querido Pete —anuncia—. Lleva slip. Me debes un dólar.
—Cuando cobre —promete él mientras se acerca.
Su rostro aparece junto al de ella. Me observan a través de las gafas protectoras como una pareja de extraterrestres observando al prisionero abducido. Intento hacerles ver mis ojos, que comprendan que los estoy mirando, pero esos dos idiotas me están mirando los calzoncillos.
—Vaya, vaya, y rojos para más inri —se maravilla Pete—. ¡No veas!
—Yo más bien los calificaría de rosa desvaído —replica—. Sujétamelo, Pete, pesa como un muerto. No me extraña que le haya dado un infarto. Espero que te sirva de lección.
“¡Pero si estoy en forma! —le grito—. ¡Seguro que en mejor forma que tú, puta!” De repente, dos manos fuertes me alzan las caderas. Mi espalda emite un chasquido; el sonido me produce un sobresalto.
—Lo siento, amigo —dice Peter, y de pronto tengo aún más frío cuando me bajan las bermudas y los calzoncillos rojos.
—A la una —canturrea ella mientras me levanta un pie— y a las dos —me levanta el otro—, fuera calzoncillos, fuera medias...
Se detiene en seco, y de nuevo albergo cierta esperanza.
—Eh, Pete.
—¿Qué?—¿Los hombres suelen llevar bermudas y mocasines para jugar al golf?
A su espalda, aunque en realidad nos envuelven por completo, los Rolling Stones atacan Emotional Rescue. “I will be your knight in shinning, aaaaahh”, canta Mick Jagger, y me pregunto qué baile se marcaría con tres cargas de dinamita metidas por el escuálido culo.
—Si quieres saber mi opinión, te diré que este tipo se lo ha buscado —continúa la doctora—. Creía que llevaban esos zapatos especiales, esos tan feos, tan... tan de golf, con bultitos en las suelas...
—Sí, pero no es obligatorio llevarlos —señala Pete.
Sostiene las manos enguantadas sobre mi rostro, las junta y dobla los dedos hacia atrás. Cuando los nudillos chasquean, un poco de polvo talco cae sobre mí como nieve fina.
—Al menos de momento. No es como lo de los zapatos de bolos. Si te atrapan jugando a los bolos sin llevar zapatos especiales, pueden meterte entre rejas.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Quieres encargarte del examen externo y de medir la temperatura?
“¡No! —chillo—. No, por Dios, es un niño, ¿es que no lo ves?”
Pete la mira como si acabara de ocurrírsele la misma idea.
—Eso no es... bueno... no es del todo legal, ¿verdad, Katie? Quiero decir que...
La doctora mira a su alrededor con atención burlona, y de repente noto algo que puede ser muy mala señal para mí. Adusta o no, creo que Sombrero Vaquero, alias la doctora Katie Arlen, está loquita por Pete el de los ojos azul marino. Que Dios nos asista, me han sacado paralizado del campo de golf para meterme de lleno en un episodio de E.R. titulado “El amor florece en la sala de autopsias número 4”.
-Bueno -constata ella en un susurro teatral-, yo no veo a nadie más que a ti y a mí...
—Pero la cámara...
—Todavía no está en marcha —lo ataja—, y cuando lo esté, te ayudaré en todo momento... al menos eso es lo que constará oficialmente. Y será más o menos así. Voy a guardar estas gráficas y placas, y si realmente te sientes incómodo...
“¡Sí! —le grito con la boca inmóvil—. ¡Siéntete incómodo! ¡MUY incómodo! ¡DEMASIADO incómodo!”
Pero el chico tiene 24 años como mucho, ¿y qué va a decirle a esta mujer tan guapa y severa que invade su espacio de un modo que solo puede significar una cosa? ¿“No, mami, tengo miedo”? Además, desea hacerlo; leo su deseo a través de las gafas protectoras, dando botes como un puñado de rockeros carrozones bailando al son de los Rollings.
—Bueno, siempre y cuando me cubras las espaldas...
—Por supuesto —asegura ella—. Alguna vez tienes que lanzarte a la piscina, Pete. Y si realmente te hace falta, rebobinaré la cinta.
—¿Puedes hacer eso? —se asombra él.
—Tenemoss muchoss secrretos en la sala de autopsias númerro cuatrro, mein Herr —responde ella con una sonrisa.
—No lo dudo —conviene Pete, devolviéndole la sonrisa antes de alargar la mano fuera de mi campo visual.
Cuando reaparece, sostiene un micrófono colgado del techo con un cable negro. El micrófono parece una lágrima negra, y verlo me convence más que ninguna otra cosa de que la pesadilla es real. No irán a hacerlo, ¿verdad? Pete no es ningún veterano, pero tiene formación; sin duda, verá las marcas de lo que me ha mordido mientras buscaba la pelota entre los arbustos y sospechará algo. Tendrá que sospechar algo.
Pero no ceso de ver las tijeras con su desalmado fulgor satinado, tijeras de pollero venidas a más, y de preguntarme si seguiré vivo cuando me saque el corazón de la cavidad torácica y lo sostenga en alto, chorreante, delante de mis narices paralizadas, antes de dejarlo caer en la báscula. Es posible, me digo, sin lugar a dudas. ¿Acaso no dicen que el cerebro puede permanecer consciente hasta 3 minutos después de que el corazón deja de latir?
-Preparado, doctora -anuncia Pete en tono casi formal.
En alguna parte, la cinta de vídeo avanza.
La autopsia ha comenzado.
-Vamos a dar la vuelta a esta tortilla -dice la doctora con voz alegre, y entre los dos me dan la vuelta con toda eficiencia.
Mi brazo derecho sale disparado hacia un lado y choca contra el canto de la mesa de modo que el borde metálico se me clava en el bíceps. Duele mucho, un dolor breve e intenso, pero no me importa. Rezo por que el borde se me clave lo suficiente para atravesar la piel, para que me salga sangre, para que pase algo contundente e impropio de un cadáver.
-¡Pataplam! -exclama la doctora Arlen al tiempo que me levanta el brazo y lo vuelve a dejar caer a lo largo de mi costado.
Lo que más noto ahora es mi nariz. Está aplastada contra la mesa, y por primera vez mis pulmones envían un mensaje de alarma, una sensación algodonosa, acuciante. Tengo la boca cerrada, la nariz parcialmente aplastada (no sé hasta qué punto; ni siquiera me siento respirar). ¿Y si acabo asfixiándome?
De pronto sucede algo que distrae mi atención por completo de mi nariz. Acaban de meterme un objeto enorme, del tamaño de un bate de béisbol, a juzgar por la sensación, por el recto. Una vez más intento gritar, pero no consigo emitir más que el maldito zumbido.
-Termómetro dentro -anuncia Pete-. He puesto el temporizador.
-Buena idea -lo alaba la doctora mientras se aparta un poco.
Le está dejando espacio para que pueda probar el cacharro y hacer experimentos conmigo. Han bajado un poco la música.
-El sujeto es un varón blanco de 44 años -cuenta Pete al micrófono para la posteridad-. Se llama Howard Randolph Cottrell, con domicilio en el 1566 de Crest Lane, aquí, en Derry.
-Mary Mead -interviene la doctora Arden desde cierta distancia.
Una pausa, y a continuación de nuevo la voz de Pete, algo azorada:
-La doctora Arlen me comunica que el sujeto vive en Mary Mead, población escindida de Derry en...
-No necesitamos una clase de historia, Pete.
Por el amor de Dios, ¿qué me han metido por el culo? ¿Un termómetro para ganado? Si fuera un poco más largo, creo que percibiría el sabor de la punta. Y no se han pasado con el lubricante precisamente... pero por otra parte, ¿por qué iban a pasarse? A fin de cuentas, estoy muerto.
Muerto.
-Lo siento, doctora -se disculpa Pete antes de intentar recordar dónde se había quedado y proseguir por fin-: Esos datos constan en el impreso de la ambulancia y están sacados de un carnet de conducir de Maine. El médico que certificó la defunción fue... esteee... Frank Jennings, en el lugar de la muerte. Empiezo a desear que me sangre la nariz. “Por favor -le digo a mi apéndice-. Sangra. No, no te limites a sangrar de forma normal. Sangra a chorros”.Pero no sangra.
-La causa de la muerte podría ser un infarto -recita Pete.
Una mano liviana me desciende por la espalda hasta las nalgas. Rezo por que me saque el termómetro, pero no lo hace.
-La columna parece intacta, sin fenómenos atrayentes.
¿Fenómenos atrayentes? Pero ¿qué se han creído que soy? ¿Una modelo?
Me levanta la cabeza, acariciándome los pómulos con las yemas de los dedos, y yo zumbo como un loco, Nnnnnnnnnnn, sabedor de que es imposible que me oiga por encima de la guitarra estridente de Keith Richards, pero con la esperanza de que sienta la vibración del sonido en mis fosas nasales.
No nota nada, sino que me mueve la cabeza de un lado a otro.
-No hay heridas aparentes en el cuello, ni rigor mortis -dice.
Imploro que deje caer mi cabeza para que choque contra la mesa y me provoque una hemorragia nasal, a menos que realmente esté muerto, pero me la baja despacio, con gran consideración, aplastándome de nuevo la nariz, con el consiguiente peligro de asfixia.
-No hay heridas visibles en la espalda ni las nalgas -continúa-, aunque se aprecia una antigua cicatriz en la parte superior del muslo derecho que parece alguna clase de herida, tal vez de metralla. Parece haber sido grave.
Fue grave y fue metralla. El final de mi guerra. Una bala de mortero aterrizó en una zona de aprovisionamiento, segando la vida de dos hombres y perdonándosela al tercero, yo. Tiene mucho peor aspecto en la parte delantera, en un sitio mucho más delicado, pero todo el aparato me funciona... o al menos me funcionaba hasta hoy. Unos milímetros más a la izquierda y me habrían tenido que poner una bomba manual y un cartucho de CO2 para mis momentos más íntimos. Por fin me saca el termómetro, Dios mío, qué alivio, y en la pared veo su sombra sosteniéndolo en alto.
-35,6 -lee-. No está mal. Este tipo casi podría estar vivo, Katie... doctora Arlen.
-Recuerda dónde lo encontraron -señala ella desde el otro lado de la sala.
El disco se encuentra en una pausa entre canciones, de modo que por un instante oigo con toda claridad su voz aleccionadora.
-Campo de golf, tarde de verano... Si estuviera a 38, no me habría extrañado nada.
-Claro, claro -se apresura a convenir él en tono avergonzado-. ¿Todo esto sonará raro en la cinta?
Traducción: “¿Voy a parecer un imbécil en la cinta?”.
-Sonará a clase magistral -responde la doctora-, o sea, a lo que es.
-Ah, vale, genial.
Sus dedos enfundados en goma me separan las nalgas, las sueltan y se deslizan por la cara posterior de mis muslos. Si pudiera ponerme tenso, me pondría tenso.
“La pierna izquierda -intento transmitirle-. La pierna izquierda, Pete, en la pantorrilla, ¿la ves?”
Tiene que verla, tiene que verla, porque yo la siento palpitar como una picadura de abeja o una inyección administrada por una enfermera patosa que clava la aguja en el músculo en lugar de darle a la vena.
-El sujeto es un buen ejemplo de que no se debe jugar al golf con pantalones cortos -observa Pete, y me sorprendo deseando que hubiera nacido ciego, aunque en realidad, tal vez naciera ciego, al menos así se comporta-. Veo toda clase de mordeduras de insectos y ácaros, arañazos...
-Mike dice que lo encontraron entre los arbustos —comenta Arlen.
Está armando un jaleo de mil pares de narices, como si fregara platos en un bar en lugar de archivar documentos.
-Imagino que le dio el infarto mientras buscaba la pelota.
-Ajá...
-Sigue, Peter, lo estás haciendo muy bien.
Esa afirmación se me antoja más que discutible.
-Vale.
Más golpecitos y palpaciones. Suaves. Tal vez demasiado.
-En la pantorrilla izquierda hay unas picaduras de mosquito que parecen infectadas -señala.
Si bien aún me toca con delicadeza, siento un dolor inmenso que me haría gritar si pudiera emitir algo más que ese zumbido insignificante. De repente se me ocurre que quizá mi vida dependa de la longitud del casette de los Rolling Stones que están escuchando... si es que es un casette y no un CD, al que no hay que dar vuelta. Si el casette termina antes de que empiecen a cortar... si consigo zumbar lo bastante fuerte para que me oigan antes de que uno de ellos le dé la vuelta...
-Tal vez les eche un vistazo después de la exploración externa -indicó ella-aunque si estamos en lo cierto respecto a su corazón, no habrá necesidad. ¿O quieres que las mire ahora? ¿Te preocupan?
-No, tienen aspecto de picaduras normales y corrientes -dice el muy gilipollas-. Los mosquitos son enormes en esa zona. Tiene cinco... siete... ocho... madre mía, casi una docena solo en la pierna izquierda.
-Se le olvidó ponerse el repelente de insectos.
-Lo que se le olvidó fue la digitalina -puntualiza él, y ambos se echan a reír en un alarde de humor de sala de autopsias.
Esta vez me da la vuelta él solo, con toda probabilidad encantado de poder hacer uso de esos musculitos de gimnasio que tiene, y esconde las mordeduras de serpiente y las picaduras de mosquito que las rodean. De nuevo tengo la vista clavada en los fluorescentes. Peter retrocede un paso, fuera de mi campo visual. Se oye un zumbido. La mesa empieza a ladearse, y sé bien por qué. Cuando me rajen, los fluidos descenderán hasta desembocar en los puntos de recogida que hay en la base. Montones de muestras para el laboratorio estatal de Augusta, por si en la autopsia surge alguna duda.
Concentro toda mi voluntad y energía en cerrar los ojos mientras me mira, pero no logro provocar ni el más leve temblor. Lo único que quería era jugar 18 hoyos un sábado por la tarde, pero en lugar de eso me he convertido en Blancanieves con pelo en el pecho. Y no puedo dejar de preguntarme qué sentiré cuando esas tijeras de pollero se me claven en el vientre.
Pete lleva una tablilla con papeles en una mano. La consulta un instante, la deja a un lado y vuelve a hablar al micrófono. Su voz suena mucho más segura. Acaba de efectuar el diagnóstico más erróneo de su vida, pero no lo sabe, así que empieza a cogerle el tranquillo al asunto.
-Comienzo la autopsia a las 5:49 de la tarde del sábado, 20 de agosto de 1994.
Me separa los labios, me examina los dientes como quien pretende comprar un caballo, y me baja la mandíbula.
-Buen color -observa-, y sin petequias en las mejillas.
La canción entra en fundido, y oigo un clic cuando pisa el pedal que detiene la cinta.
-¡Joder, podría estar vivo!
Zumbo como un loco, y en el mismo instante, la doctora Arlen deja caer algo que suena como un orinal.
-Ya le gustaría a él -dice con una carcajada.
Pete corea sus risas, y esta vez les deseo un cáncer a ambos, de esos que no pueden operarse y tardan tiempo en matar.
Pete recorre mi cuerpo con rapidez, me palpa el pecho (“No se aprecian lividez, hinchazón, ni otros signos externos de infarto”, señala, qué sorpresa, joder), y luego el abdomen.
Eructo.
Me mira con los ojos muy abiertos y los labios algo separados, y de nuevo intento zumbar, sabedor de que no me oirá por encima de Start me up, pero pensando que el eructo le hará ver por fin lo que tiene delante de las narices...
-Pide perdón, Howie -me reta la puta de la doctora Arlen a mi espalda con una risita-. Ándate con ojo, Pete, los eructos post mortem son lo peor.
Pete agita la mano teatralmente ante su rostro y sigue con lo suyo. Apenas me toca la entrepierna, aunque señala que la cicatriz de la cara posterior de mi pierna izquierda continúa en la parte delantera.
"Has pasado por alto la grande -pienso-, puede que porque está un poco más arriba. No importa, vigilante de la playa, pero resulta que también has pasado por alto el hecho de que estoy vivo, ¡y eso sí que importa!”
Sigue hablando al micrófono, cada vez más suelto (un poco como Jack Klugman en Quincy, médico forense), y sé que su compañera, la Polly Anna
* de la comunidad médica, no cree que tenga que rebobinar la cinta en esta parte de la exploración. Aparte de no darse cuenta de que su primer paciente sigue vivo, el chico lo está haciendo de maravilla.
-Creo que ya estoy listo para seguir, doctora -anuncia por fin, aunque con cierta inseguridad.
La doctora se acerca, me echa un vistazo y oprime suavemente el hombro de Pete.
-De acuerdo -conviene-. Que empiece el espectáculo.
Intento sacar la lengua. Ese sencillo gesto de niño impertinente bastaría... y me parece notar un leve cosquilleo en las profundidades de la boca, como cuando se te despierta después de una dosis potente de novocaína. ¿Y siento también un espasmo? No, imaginaciones mías, aunque...
¡Sí! ¡Sí! Pero solo un pequeño espasmo, y la segunda vez que lo intento, no sucede nada.
Cuando Pete coge las tijeras, los Rolling Stones atacan Hang Fire.
“¡Ponedme un espejo delante de la nariz! -grito- ¡Veréis cómo se empaña! ¿No podéis hacer al menos eso?”
Snic, snic, snic.
Pete ladea las tijeras de modo que la luz se desliza por la hoja, y por primera vez tengo la seguridad, la total seguridad, de que esta payasada macabra seguirá adelante hasta el final. El director no congelará el plano. El arbitro no detendrá la pelea en el décimo asalto. No haremos ninguna pequeña pausa para la publicidad. El querido Pete me va a clavar las tijeras en las entrañas mientras yo yazgo impotente, y me rajará como un paquete postal cualquiera.
Mira titubeante a la doctora Arlen.
"¡No!", aúllo. Mi voz reverbera contra las paredes oscuras de mi cráneo, pero de mi boca no brota sonido alguno. "¡No, por favor!"
La doctora Arlen asiente.
-Adelante, lo harás muy bien.
-Esteee... ¿quieres apagar la música?
“¡Sí! ¡Sí, apágala!”
-¿Te molesta?
“¡Sí, le molesta! ¡Lo tiene tan jodido que piensa que su paciente está muerto!”
-Bueno...
-No hay problema -accede ella.
Desaparece de mi campo de visión, y al cabo de un instante, Mick y Keith callan para siempre. Intento emitir de nuevo el zumbido y descubro algo espantoso, que ya no puedo hacer ni eso. Estoy demasiado asustado. El miedo me ha bloqueado las cuerdas vocales. Solo puedo seguir con la mirada clavada en el techo mientras ella se reúne con Pete y ambos me observan como deudos ante una tumba abierta.
-Gracias -dice él antes de respirar hondo y levantar las tijeras-. Empiezo la incisión pericárdica.
Baja las tijeras muy despacio. Las veo... las veo... hasta que por fin desaparecen de mi campo visual. Al cabo de un instante, percibo el frío del acero contra mi abdomen desnudo.
Pete mira vacilante a la doctora.
-¿Estás segura de que no...?
-¿Quieres dedicarte a esto o no, Peter? -se impacienta ella.
-Ya sabes que sí, pero...
-Pues corta.
Peter aprieta los labios y asiente. En este momento cerraría los ojos si pudiera, pero por supuesto, no puedo. Solo puedo prepararme para el dolor que sentiré dentro de uno o dos segundos, el impacto del acero.
-Cortando -anuncia Pete al tiempo que se inclina hacia delante.
-¡Espera! -grita ella.
La presión sobre mi plexo solar remite un poco. Pete se vuelve hacia ella sorprendido, trastornado y aliviado por la demora del momento crucial...
Siento la mano enguantada de la doctora en torno al pene, como si pretendiera hacerme una paja. Sexo seguro con los muertos.
-Has omitido esto, Pete -observa al poco.
Peter se inclina para examinar lo que la doctora ha encontrado, la cicatriz en mi entrepierna, en la parte superior del muslo derecho, una hendidura vidriosa y lisa en la carne.
Su mano aún me sostiene la pija para ver mejor, nada más. Por lo que a ella respecta, tanto daría que estuviera sosteniendo un almohadón del sofá para que otra persona echara un vistazo al tesoro hallado debajo, monedas, la cartera perdida, tal vez el ratón de juguete que llevaba tanto tiempo buscando... pero lo cierto es que algo está pasando.
Santa María de los Siete Dolores, algo está pasando.
-Y mira -prosigue mientras desliza la yema del dedo por el lateral de mi testículo derecho-. Mira estas cicatrices tan finas. Los testículos debieron de ponérsele como pomelos.
-Tuvo suerte de no perder uno o los dos.
-Y que lo digas -exclama ella con otra de sus risitas sugerentes.
La mano enguantada afloja la presión, se desplaza y empuja con fuerza para despejar la zona. Está haciendo sin querer algo por lo que muchos pagarían 20 o 30 pavos, aunque en otras circunstancias, claro.
-Creo que es una herida de guerra. Alcánzame la lupa, Pete.
-Pero ¿no debería...?
-Dentro de un momento -lo interrumpe la doctora-. Este no se va a ninguna parte.
Está totalmente absorta en lo que ha encontrado. Su mano sigue presionando, y lo que pasaba parece seguir pasando, aunque puede que me equivoque. Debo de equivocarme, porque de lo contrario, ella lo vería, lo sentiría...Se inclina sobre mí, y de repente solo veo su espalda enfundada en verde y las cintas del gorro colgando como estrafalarias coletas.
Y entonces, oh Dios mío, siento su aliento allá abajo.
-Fíjate en la forma radial -señala-. Fue una herida por explosión, hace 10 años como mínimo. Podríamos comprobar su hoja de servicio...
De repente, la puerta se abre de par en par. Pete profiere un grito de sorpresa. La doctora Arlen no grita, pero incrementa sin querer la presión de la mano, y lo que siento es como una variación diabólica de la típica fantasía de la enfermera.
-¡No lo corten! -chilla alguien con voz tan estridente y temblorosa de miedo que apenas reconozco a Rusty- ¡No lo corten, había una serpiente en su bolsa de palos y ha mordido a Mike!
Se vuelven hacia él con los ojos como platos. La mano de la doctora me sigue agarrando, pero no se da cuenta, al menos de momento, al igual que Pete no se da cuenta de que se aferra la parte izquierda de la pechera de la bata con la mano. El muerto por infarto parece él.
-¿Qué... pero qué...? -tartamudea.
-¡Lo ha dejado planchado! -farfulla Rusty-. Creo que se pondrá bien, pero casi no puede ni hablar. Una serpiente marrón muy pequeña, nunca he visto nada parecido, se ha escondido bajo el portón de carga, pero eso no es lo importante. Creo que mordió al tipo que hemos traído. Creo que... Pero por el amor de Dios, doctora, ¿qué pretende? ¿Devolverlo a la vida con una paja?
La doctora Arlen se gira, aturdida, sin saber a qué se refiere... y de repente se da cuenta de que en la mano sostiene un pene casi erecto. Y cuando grita y le arrebata las tijeras a Pete, vuelvo a pensar en aquel viejo serial de Alfred Hitchcock.
Pobre Joseph Cotten, pienso.
Él solo pudo llorar.
EPÍLOGO
Ha transcurrido un año desde mi experiencia en la sala de autopsias número 4, y me he recuperado por completo, si bien la parálisis fue obstinada y aterradora. Tardé un mes entero en recobrar la motricidad fina de los dedos tanto de las manos como de los pies. Todavía no puedo tocar el piano, claro que antes tampoco podía. Es una broma, y no pido disculpas por ella. Estoy convencido de que en los primeros 3 meses después de mi desventura, mi capacidad para bromear me permitió trazar una delgada pero vital línea entre la cordura y el colapso nervioso. A menos que uno haya sentido la punta de unas tijeras de autopsia en el vientre, no sabrá a qué me refiero.
Unas dos semanas después del horror, una mujer que vivía en Dupont Street llamó a la policía para quejarse del “pestazo” procedente de la casa contigua. Dicha vivienda pertenecía a un empleado bancario soltero llamado Walter Kerr. La policía halló la casa vacía... de vida humana. En el sótano encontraron más de 60 serpientes de distintas clases. Alrededor de la mitad habían muerto de inanición y deshidratación, pero muchas de ellas estaban muy vivas... y eran extremadamente peligrosas. Varias de ellas eran ejemplares raros, y una pertenecía a una especie que se creía extinguida desde mediados de siglo, según los herpetólogos consultados.
Kerr no se presentó en el Derry Community Bank el 22 de agosto, 2 días después de que me mordiera la serpiente y uno después de que la prensa publicara la noticia (HOMBRE PARALIZADO ESCAPA POR LOS PELOS DE AUTOPSIA MORTAL, rezaba el titular; alguien llegó a publicar que me había quedado “paralizado de terror”.)
Había una serpiente por cada jaula encontrada en el terrario subterráneo de Kerr, salvo en un caso. La jaula desocupada no llevaba etiqueta, y la serpiente que salió de mi bolsa de palos de golf (los enfermeros de la ambulancia se la llevaron junto con el “cadáver” y se dedicaron a jugar a golf en el aparcamiento) desapareció sin dejar rastro. La toxina hallada en mi sangre quedó documentada, pero no pudo identificarse. A lo largo del último año he mirado muchísimas fotografías de serpientes y he encontrado al menos una que, por lo visto, provoca parálisis total. Se trata de la boomslang peruana, una serpiente que, supuestamente, lleva extinguida desde los años '20. Dupont Street se halla a menos de un kilómetro del campo de golf municipal de Derry, y casi todos los terrenos que median entre ambos puntos son matorrales y solares deshabitados.
Una última curiosidad. Katie Arlen y yo salimos juntos durante 4 meses, desde noviembre de 1994 hasta febrero de 1995. Rompimos de mutuo acuerdo por incompatibilidad sexual.
Yo sufría de impotencia a menos que ella llevara guantes de látex.

* Nombre de la protagonista de la película del mismo título (Swift, 1960), una niña alegre que se gana el corazón de todos los que la rodean. (N. de la E.)





Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...

Deja un comentario.

Deja un comentario.