"En la época que nos ocupa reinaba
en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles
apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de
las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a
col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo
enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las
curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y
mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes
infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes,
a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos,
apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual
bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el
oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y,
si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra
vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había
atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había
ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de
vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor."
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