Para Teresa Ariño....
—Te vi en la
televisión, Max, y me dije éste es mi tipo.
(El tipo mueve la cabeza obstinadamente, intenta resoplar, no lo consigue.)
—Te vi con tu grupo. ¿Lo llamas así? Tal vez digas banda, pandilla, pero no, yo creo que lo llamas grupo, es una palabra sencilla y tú eres un hombre sencillo. Os habíais quitado las camisetas y todos exhibíais el torso desnudo, pechos jóvenes, bíceps fuertes aunque no tan musculados como quisierais, lampiños la mayoría, la verdad es que no presté mucha atención a los pechos, a los tórax de los otros sino al tuyo, algo en ti me llamó la atención, tu cara, tus ojos que miraban hacia el lugar en donde estaba la cámara (probablemente sin saber que te estaban grabando y que en nuestras casas te veíamos), unos ojos sin profundidad, distintos de los ojos que tienes ahora, infinitamente distintos de los ojos que tendrás dentro de un rato, que miraban la gloria y la felicidad, los deseos saciados y la victoria, esas cosas que sólo existen en el reino del futuro y que más vale no esperar pues nunca llegan.
(El tipo mueve la cabeza obstinadamente, intenta resoplar, no lo consigue.)
—Te vi con tu grupo. ¿Lo llamas así? Tal vez digas banda, pandilla, pero no, yo creo que lo llamas grupo, es una palabra sencilla y tú eres un hombre sencillo. Os habíais quitado las camisetas y todos exhibíais el torso desnudo, pechos jóvenes, bíceps fuertes aunque no tan musculados como quisierais, lampiños la mayoría, la verdad es que no presté mucha atención a los pechos, a los tórax de los otros sino al tuyo, algo en ti me llamó la atención, tu cara, tus ojos que miraban hacia el lugar en donde estaba la cámara (probablemente sin saber que te estaban grabando y que en nuestras casas te veíamos), unos ojos sin profundidad, distintos de los ojos que tienes ahora, infinitamente distintos de los ojos que tendrás dentro de un rato, que miraban la gloria y la felicidad, los deseos saciados y la victoria, esas cosas que sólo existen en el reino del futuro y que más vale no esperar pues nunca llegan.
(El tipo
mueve la cabeza de izquierda a derecha. Insiste con los resoplidos, suda.)
—En realidad, verte en la televisión fue como una invitación. Imagina por un instante que yo soy una princesa que espera. Una princesa impaciente. Una noche te veo, te veo porque de alguna manera te he buscado (no a ti sino al príncipe que también tú eres, y lo que representa el príncipe). Tu grupo danza con las camisetas atadas alrededor del cuello o de la cintura. Podría decirse también: enrolladas, que según los viejos más inútiles significa voluta o empedrar con rollos o cantos, pero que para mí, que soy joven e inútil, significa una prenda de vestir enrollada alrededor del cuello, del tórax o de la cintura. Los viejos y yo vamos por caminos distintos, ya lo puedes apreciar. Pero no nos distraigamos de lo que de verdad nos interesa. Todos vosotros sois jóvenes, todos ofrecéis a la noche vuestros himnos, algunos, los que encabezan las marchas, enarbolan banderas. El locutor, un pobre diablo, se queda impresionado por el baile tribal en el que tú participas. Lo comenta con el otro locutor. Están bailando, dice su voz de palurdo, como si en nuestras casas, delante del televisor, no nos diéramos cuenta. Sí, se divierten, dice el otro locutor. Otro palurdo. A ellos, en efecto, parece divertirles vuestro baile. En realidad sólo se trata de una conga. En la primera fila son ocho o nueve. En la segunda fila son diez. En la tercera fila son siete u ocho. En la cuarta fila son quince. Todos unidos por unos colores y por ir desnudos de cintura para arriba (con las camisetas atadas o enrolladas alrededor de la cintura o en el cuello o a modo de turbante en la cabeza) y por recorrer bailando (puede que la palabra bailar sea excesiva) la zona en donde previamente os han encerrado. Vuestro baile es como un relámpago en medio de la noche de primavera. El locutor, los locutores, cansados pero aún con una chispa de entusiasmo, celebran vuestra iniciativa. Recorréis las gradas de cemento de derecha a izquierda, llegáis a las vallas metálicas y retrocedéis de izquierda a derecha. Los que encabezan cada fila portan una bandera, que puede ser la de vuestros colores o la española; el resto, incluido el que cierra la fila, agita banderas de dimensiones más reducidas o bufandas o las camisetas de las que previamente os habéis despojado. La noche es primaveral, pero aún hace frío, por lo que vuestro gesto adquiere finalmente la contundencia que deseabais y que en el fondo se merece. Después las filas se deshacen, comenzáis a entonar vuestros cantos, algunos alzáis el brazo y saludáis a la romana. ¿Sabes cuál es ese saludo? Ciertamente lo sabes y si no lo sabes en este momento lo intuyes. Bajo la noche de mi ciudad, tú saludas en dirección a las cámaras de televisión y desde mi casa yo te veo y decido ofrecerte mi saludo, contestar a tu saludo.
—En realidad, verte en la televisión fue como una invitación. Imagina por un instante que yo soy una princesa que espera. Una princesa impaciente. Una noche te veo, te veo porque de alguna manera te he buscado (no a ti sino al príncipe que también tú eres, y lo que representa el príncipe). Tu grupo danza con las camisetas atadas alrededor del cuello o de la cintura. Podría decirse también: enrolladas, que según los viejos más inútiles significa voluta o empedrar con rollos o cantos, pero que para mí, que soy joven e inútil, significa una prenda de vestir enrollada alrededor del cuello, del tórax o de la cintura. Los viejos y yo vamos por caminos distintos, ya lo puedes apreciar. Pero no nos distraigamos de lo que de verdad nos interesa. Todos vosotros sois jóvenes, todos ofrecéis a la noche vuestros himnos, algunos, los que encabezan las marchas, enarbolan banderas. El locutor, un pobre diablo, se queda impresionado por el baile tribal en el que tú participas. Lo comenta con el otro locutor. Están bailando, dice su voz de palurdo, como si en nuestras casas, delante del televisor, no nos diéramos cuenta. Sí, se divierten, dice el otro locutor. Otro palurdo. A ellos, en efecto, parece divertirles vuestro baile. En realidad sólo se trata de una conga. En la primera fila son ocho o nueve. En la segunda fila son diez. En la tercera fila son siete u ocho. En la cuarta fila son quince. Todos unidos por unos colores y por ir desnudos de cintura para arriba (con las camisetas atadas o enrolladas alrededor de la cintura o en el cuello o a modo de turbante en la cabeza) y por recorrer bailando (puede que la palabra bailar sea excesiva) la zona en donde previamente os han encerrado. Vuestro baile es como un relámpago en medio de la noche de primavera. El locutor, los locutores, cansados pero aún con una chispa de entusiasmo, celebran vuestra iniciativa. Recorréis las gradas de cemento de derecha a izquierda, llegáis a las vallas metálicas y retrocedéis de izquierda a derecha. Los que encabezan cada fila portan una bandera, que puede ser la de vuestros colores o la española; el resto, incluido el que cierra la fila, agita banderas de dimensiones más reducidas o bufandas o las camisetas de las que previamente os habéis despojado. La noche es primaveral, pero aún hace frío, por lo que vuestro gesto adquiere finalmente la contundencia que deseabais y que en el fondo se merece. Después las filas se deshacen, comenzáis a entonar vuestros cantos, algunos alzáis el brazo y saludáis a la romana. ¿Sabes cuál es ese saludo? Ciertamente lo sabes y si no lo sabes en este momento lo intuyes. Bajo la noche de mi ciudad, tú saludas en dirección a las cámaras de televisión y desde mi casa yo te veo y decido ofrecerte mi saludo, contestar a tu saludo.
(El tipo
niega con la cabeza, los ojos parecen llenársele de lágrimas, los hombros le
tiemblan. ¿Su mirada es de amor? ¿Su cuerpo, antes que su mente, intuye lo que
inevitablemente vendrá? Ambos fenómenos, el de las lágrimas y el de los temblores,
pueden obedecer al esfuerzo que en ese instante realiza, vano esfuerzo, o a un
sincero arrepentimiento que como una garra se prende de todos sus nervios).
—Así pues, me
quito la ropa, me quito las bragas, me quito el sujetador, me ducho, me pongo
perfume, me pongo bragas limpias, me pongo un sujetador limpio, me pongo una
blusa negra, de seda, me pongo mis mejores pantalones vaqueros, me pongo
calcetines blancos, me pongo mis botas, me pongo una americana, la mejor que
tengo, y salgo al jardín, pues para salir a la calle tengo antes que atravesar
ese jardín oscuro que tanto te gustó. Todo en menos de diez minutos.
Normalmente no soy tan rápida. Digamos que ha sido tu danza la que ha acelerado
mis movimientos. Mientras yo me visto, tú danzas. En alguna dimensión distinta
a ésta. En otra dimensión y en otro tiempo, como un príncipe y una princesa,
como la llamada ígnea de los animales que se aparean en primavera, yo me visto
y tú, dentro del televisor, bailas frenéticamente, tus ojos fijos en algo que
podría ser la eternidad o la llave de la eternidad si no fuera porque tus ojos,
al mismo tiempo, son planos, están vaciados, nada dicen.
(El tipo asiente repetidas veces. Lo que antes eran gestos de negación o desesperación se convierten en gestos de afirmación, como si de improviso lo hubiera asaltado una idea o tuviera una nueva idea.)
(El tipo asiente repetidas veces. Lo que antes eran gestos de negación o desesperación se convierten en gestos de afirmación, como si de improviso lo hubiera asaltado una idea o tuviera una nueva idea.)
—Finalmente,
sin tiempo para mirarme en el espejo, para comprobar el grado de perfección de
mi atuendo, aunque probablemente si hubiera tenido tiempo tampoco me habría
querido ver reflejada en el espejo (lo que tú y yo hacemos es secreto), dejo mi
casa con sólo la luz del porche encendida, me subo a la moto y atravieso las
calles en donde gente más extraña que tú y que yo se prepara para pasar un
sábado divertido, un sábado a la altura de sus expectativas, es decir un sábado
triste y que no llegará jamás a encarnarse en lo que fue soñado, planeado con
minuciosidad, un sábado como cualquier otro, es decir un sábado peleón y
agradecido, bajito de estatura y amable, vicioso y triste. Horribles adjetivos
que no me cuadran, que me cuesta aceptar, pero que en última instancia siempre
admito como un gesto de despedida. Y yo y mi moto atravesamos esas luces, esos
preparativos cristianos, esas expectativas sin fondo, y desembocamos en la Gran
Avenida del estadio, solitaria todavía, y nos detenemos bajo los arcos de los
puentes de acceso, pero fíjate qué curioso, presta atención, cuando nos
detenemos la sensación que siento bajo las piernas es que el mundo sigue
moviéndose, como efectivamente sucede, supongo que lo sabes, la Tierra se mueve
bajo mis pies, bajo las ruedas de mi moto, y por un instante, por una fracción
de segundo, el encontrarte carece de importancia, te puedes marchar con tus
amigos, puedes ir a emborracharte o tomar el autobús que te devolverá a tu
ciudad. Pero la sensación de abandono, como si me follara un ángel, sin
penetrarme pero en realidad penetrándome hasta las tripas, es breve, y justo
mientras dudo o mientras la analizo sorprendida se abren las rejas y la gente
comienza a salir del estadio, bandada de buitres, bandada de cuervos.
(El tipo
agacha la cabeza. La alza. Sus ojos intentan componer una sonrisa. Sus músculos
faciales se contraen en uno o varios espasmos que pueden significar muchas
cosas: somos el uno para el otro, piensa en el futuro, la vida es maravillosa,
no cometas una tontería, soy inocente, arriba España.)
—Al
principio, buscarte es un problema. ¿Serás igual, visto a cinco metros de
distancia, que en la tele? Tu altura es un problema: no sé si eres alto o de
estatura mediana (bajo no eres), tu ropa es un problema: a esa hora ya empieza
a hacer frío y sobre tu torso y sobre los torsos de tus compañeros nuevamente
cuelgan camisetas e incluso chaquetas; alguno sale con la bufanda enrollada
(como una voluta) alrededor del cuello e incluso alguno se ha cubierto media
cara con la bufanda. La luna cae vertical sobre mis pisadas en el cemento. Te
busco con paciencia, aunque siento al mismo tiempo la inquietud de la princesa
que contempla el marco vacío donde debiera refulgir la sonrisa del príncipe.
Tus amigos son un problema elevado al cubo: son una tentación. Los veo, soy
vista por ellos, soy deseada, sé que me bajarían los pantalones sin pensárselo
dos veces, algunos merecen sin duda mi compañía al menos tanto como tú, pero en
el último instante siempre te soy fiel. Por fin, apareces rodeado de bailarines
de conga, entonando himnos cuyas letras son premonitorias de nuestro encuentro,
con el rostro grave, imbuido de una importancia que sólo tú sabes sopesar, ver
en su exacta dimensión; eres alto, bastante más alto que yo, y tienes los
brazos largos exactamente tal como me los imaginé después de verte en la tele,
y cuando te sonrío, cuando te digo hola, Max, no sabes qué decir, al principio no
sabes qué decir, sólo reírte, un poco menos estentóreamente que tus camaradas,
pero sólo te ríes, príncipe de la máquina del tiempo, te ríes pero ya no
caminas.
(El tipo la mira, achica los ojos, trata de serenar su respiración y en la medida en que ésta se regulariza pareciera que piensa: inspirar, espirar, pensar, inspirar, espirar, pensar...)
(El tipo la mira, achica los ojos, trata de serenar su respiración y en la medida en que ésta se regulariza pareciera que piensa: inspirar, espirar, pensar, inspirar, espirar, pensar...)
—Entonces, en
lugar de decirme no soy Max, intentas seguir con tu grupo y por un momento me
domina el pánico, un pánico que en la memoria se confunde más con la risa que
con el miedo. Te sigo sin saber muy bien qué haré a continuación, pero tú y
tres más se detienen y se vuelven y me consideran con sus ojos fríos, y yo te
digo Max, tenemos que hablar, y entonces tú me dices no soy Max, ése no es mi
nombre, qué pasa, te estás quedando conmigo, me confundes con alguien o qué, y
entonces yo te digo perdona, te pareces muchísimo a Max, y también te digo que
quiero hablar contigo, de qué, pues de Max, y entonces tú te sonríes y te
quedas ya definitivamente atrás, tus compañeros se van, te gritan el nombre del
bar desde donde saldréis de esta ciudad, no hay pierde, dices tú, allí nos
veremos, y tus camaradas se van haciendo cada vez más pequeños, de la misma
manera que el estadio se va haciendo cada vez más pequeño, yo conduzco la moto
con mano firme y aprieto el acelerador a fondo, la Gran Avenida a esta hora
está casi vacía, sólo la gente que vuelve del estadio, y tú detrás de mí
enlazas mi cintura, siento en mi espalda tu cuerpo que se pega como un molusco
a la roca, y el aire de la avenida, en efecto, es frío y denso como las olas
que conmueven al molusco, tú te pegas a mí, Max, con la naturalidad de quien
intuye que el mar es no sólo un elemento hostil sino un túnel del tiempo, te
enrollas a mi cintura como antes tu camiseta estaba enrollada en tu cuello,
pero esta vez la conga la baila el aire que entra como un torrente por el tubo
estriado que es la Gran Avenida, y tú te ríes o dices algo, tal vez hayas visto
entre la gente que se desliza bajo el manto de los árboles a unos amigos, tal
vez sólo estás insultando a unos desconocidos, ay, Max, tú no dices adiós ni
hola ni nos vemos, tú dices consignas más viejas que la sangre, pero
ciertamente no más viejas que la roca a la que te agarras, feliz de sentir las
olas, las corrientes submarinas de la noche, pero seguro de no ser arrastrado
por ellas.
(El tipo
murmura algo ininteligible. Una especie de baba le cae por la barbilla, aunque
tal vez sólo sea sudor. Su respiración, no obstante, se ha tranquilizado.)
—Y así, indemnes, llegamos a mi casa en las afueras. Te sacas el casco, te tocas los huevos, me pasas una mano por los hombros. Tu gesto esconde una dosis insospechada de ternura y de timidez. Pero tus ojos no son todavía lo suficientemente tiernos ni tímidos. Te gusta mi casa. Te gustan mis cuadros. Me preguntas por las figuras que en ellos aparecen. El príncipe y la princesa, te contesto. Parecen los Reyes Católicos, dices. Sí, en alguna ocasión a mí también se me ha ocurrido pensarlo, unos Reyes Católicos en los límites del reino, unos Reyes Católicos que se espían en un perpetuo sobresalto, en un perpetuo hieratismo, pero para mí, para la que yo soy al menos durante quince horas diarias, son un príncipe y una princesa, los novios que atraviesan los años y que son heridos, asaeteados, los que pierden los caballos durante la cacería e incluso los que nunca han tenido caballos y huyen a pie, sostenidos por sus ojos, por una voluntad imbécil que algunos llaman bondad y otros natural buen talante, como si la naturaleza pudiera ser adjetivada, buena o mala, salvaje o doméstica, la naturaleza es la naturaleza, Max, desengáñate, y estará siempre ahí, como un misterio irremediable, y no me refiero a los bosques que se queman sino a las neuronas que se queman y al lado izquierdo o al lado derecho del cerebro que se quema en un incendio de siglos y siglos. Pero tú, ánima bendita, encuentras hermosa mi casa y encima preguntas si estoy sola y luego te sorprendes de que me ría. ¿Crees que si no estuviera sola te habría invitado a venir? ¿Crees que si no estuviera sola hubiera recorrido la ciudad de una punta a la otra en mi moto, contigo a mi espalda, como un molusco pegado a una roca mientras mi cabeza (o mi mascarón de proa) se hunde en el tiempo en el empeño único de traerte sano y salvo a este refugio, la roca verdadera, la que mágicamente se eleva desde sus raíces y emerge? Y de una manera práctica: ¿crees que habría llevado un casco de repuesto, un casco que vela tu rostro de las miradas indiscretas, si mi intención no hubiera sido traerte aquí, a mi más pura soledad?
—Y así, indemnes, llegamos a mi casa en las afueras. Te sacas el casco, te tocas los huevos, me pasas una mano por los hombros. Tu gesto esconde una dosis insospechada de ternura y de timidez. Pero tus ojos no son todavía lo suficientemente tiernos ni tímidos. Te gusta mi casa. Te gustan mis cuadros. Me preguntas por las figuras que en ellos aparecen. El príncipe y la princesa, te contesto. Parecen los Reyes Católicos, dices. Sí, en alguna ocasión a mí también se me ha ocurrido pensarlo, unos Reyes Católicos en los límites del reino, unos Reyes Católicos que se espían en un perpetuo sobresalto, en un perpetuo hieratismo, pero para mí, para la que yo soy al menos durante quince horas diarias, son un príncipe y una princesa, los novios que atraviesan los años y que son heridos, asaeteados, los que pierden los caballos durante la cacería e incluso los que nunca han tenido caballos y huyen a pie, sostenidos por sus ojos, por una voluntad imbécil que algunos llaman bondad y otros natural buen talante, como si la naturaleza pudiera ser adjetivada, buena o mala, salvaje o doméstica, la naturaleza es la naturaleza, Max, desengáñate, y estará siempre ahí, como un misterio irremediable, y no me refiero a los bosques que se queman sino a las neuronas que se queman y al lado izquierdo o al lado derecho del cerebro que se quema en un incendio de siglos y siglos. Pero tú, ánima bendita, encuentras hermosa mi casa y encima preguntas si estoy sola y luego te sorprendes de que me ría. ¿Crees que si no estuviera sola te habría invitado a venir? ¿Crees que si no estuviera sola hubiera recorrido la ciudad de una punta a la otra en mi moto, contigo a mi espalda, como un molusco pegado a una roca mientras mi cabeza (o mi mascarón de proa) se hunde en el tiempo en el empeño único de traerte sano y salvo a este refugio, la roca verdadera, la que mágicamente se eleva desde sus raíces y emerge? Y de una manera práctica: ¿crees que habría llevado un casco de repuesto, un casco que vela tu rostro de las miradas indiscretas, si mi intención no hubiera sido traerte aquí, a mi más pura soledad?
(El tipo
agacha la cabeza, asiente, sus ojos recorren las paredes del cuarto hasta el
último resquicio. Una vez más, su transpiración vuelve a manar como un río
caprichoso, ¿una falla en el tiempo?, y las cejas se ven inundadas de gotas que
penden, amenazantes, sobre sus ojos.)
—Tú no sabes
nada de pintura, Max, pero intuyo que sabes mucho de soledad. Te gustan mis
Reyes Católicos, te gusta la cerveza, te gusta tu patria, te gusta el respeto,
te gusta tu equipo de fútbol, te gustan tus amigos o compañeros o camaradas, la
banda o grupo o pandilla, el pelotón que te vio quedarte rezagado hablando con
una tía buena a la que no conocías, y no te gusta el desorden, no te gustan los
negros, no te gustan los maricas, no te gusta que te falten al respeto, no te
gusta que te quiten el sitio. En fin, son tantas las cosas que no te gustan que
en el fondo te pareces a mí. Nos acercamos, tú y yo, desde los extremos del
túnel, y aunque lo único que vemos son nuestras siluetas seguimos caminando
resueltamente hacia nuestro encuentro. En la mitad del túnel por fin podrán
nuestros brazos entrelazarse, y aunque allí la oscuridad es tan grande que no
podremos contemplar nuestros rostros, sé que avanzaremos sin temor y que nos
tocaremos la cara (tú lo primero que me tocarás será el culo, pero eso también
es parte de tu deseo de conocer mi rostro), palparemos nuestros ojos y
pronunciaremos acaso una o dos palabras de reconocimiento. Entonces me daré
cuenta (entonces podría darme cuenta) de que no sabes nada de pintura, pero sí
de soledad, que es casi lo mismo. Algún día nos encontraremos en el medio de
ese túnel, Max, y yo palparé tu cara, tu nariz, tus labios, que suelen expresar
mejor que nadie tu estupidez, tus ojos vaciados, los pliegues minúsculos que se
forman en tus mejillas cuando sonríes, la falsa dureza de tu rostro cuando te
pones serio, cuando cantas tus himnos, esos himnos que no comprendes, tu mentón
que a veces parece una piedra pero que más a menudo, supongo, parece una
hortaliza, ese mentón tuyo tan típico, Max (tan típico, tan arquetípico que
ahora pienso que es él quien te ha traído, quien te ha perdido). Y entonces tú
y yo podremos volver a hablar, o hablaremos por primera vez, pero hasta
entonces deberemos revolearnos, quitarnos nuestras ropas y enrollarlas en
nuestros cuellos o en los cuellos de los muertos. Esos que viven en la voluta
inmóvil.
(El tipo llora, también pareciera que intenta hablar, pero en realidad son hipidos, espasmos provocados por el llanto los que mueven sus mejillas, sus pómulos, el lugar donde se adivinan los labios.)
(El tipo llora, también pareciera que intenta hablar, pero en realidad son hipidos, espasmos provocados por el llanto los que mueven sus mejillas, sus pómulos, el lugar donde se adivinan los labios.)
—Como dicen
los gángsters, no es nada personal, Max. Por supuesto, en esa aseveración hay
algo de verdad y algo de mentira. Siempre es algo personal. Hemos llegado indemnes
a través de un túnel del tiempo porque es algo personal. Te he elegido a ti
porque es algo personal. Por descontado, nunca antes te había visto.
Personalmente nunca hiciste nada contra mí. Esto te lo digo para tu
tranquilidad espiritual. Nunca me violaste. Nunca violaste a nadie que yo
conociera. Puede incluso que nunca hayas violado a nadie. No es algo personal.
Tal vez yo esté enferma. Tal vez todo es producto de una pesadilla que no
soñamos ni tú ni yo, aunque te duela, aunque el dolor sea real y personal.
Sospecho, sin embargo, que el fin no será personal. El fin, la extinción, el
gesto con el que todo esto se acaba irremediablemente. Y aún más, personal o
impersonalmente, tú y yo volveremos a entrar en mi casa, a contemplar mis
cuadros (el príncipe y la princesa), a beber cervezas, a desnudarnos, yo
volveré a sentir tus manos que recorren con torpeza mi espalda, mi culo, mi
entrepierna, buscando tal vez mi clítoris, pero sin saber dónde se encuentra
exactamente, volveré a desnudarte, a coger tu polla con mis dos manos y a
decirte que la tienes muy grande cuando en realidad no la tienes muy grande,
Max, y eso deberías haberlo sabido, y volveré a metérmela en la boca y a
chupártela como probablemente nadie te la había chupado, y luego te desnudaré y
dejaré que tú me desnudes, una de tus manos ocupada en mis botones, la otra
sosteniendo un vaso de whisky, y te miraré a los ojos, esos ojos que vi en la
televisión (y que volveré a soñar) y que hicieron que fuera a ti a quien
eligiera, y volveré a repetirme que no es nada personal, volveré a decirte, a
decirle a tu recuerdo nauseabundo y eléctrico que no es nada personal, y aun
entonces tendré mis dudas, tendré frío como ahora tengo frío, intentaré
recordar todas tus palabras, hasta las más insignificantes, y no podré hallar
en ellas consuelo.
(El tipo vuelve a sacudir la cabeza con gestos de afirmación. ¿Qué intenta decir? Imposible saberlo. Su cuerpo, mejor dicho sus piernas, experimentan un fenómeno curioso: por momentos un sudor tan abundante y espeso como el de la frente las cubren, sobre todo por la cara interna, por momentos pareciera que tiene frío y la piel, desde las ingles hasta las rodillas, adquiere una textura áspera, si no al tacto sí a la vista.)
(El tipo vuelve a sacudir la cabeza con gestos de afirmación. ¿Qué intenta decir? Imposible saberlo. Su cuerpo, mejor dicho sus piernas, experimentan un fenómeno curioso: por momentos un sudor tan abundante y espeso como el de la frente las cubren, sobre todo por la cara interna, por momentos pareciera que tiene frío y la piel, desde las ingles hasta las rodillas, adquiere una textura áspera, si no al tacto sí a la vista.)
—Tus
palabras, lo reconozco, han sido amables. Temo, sin embargo, que no has pensado
suficientemente bien lo que decías. Y menos aún lo que yo decía. Escucha
siempre con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son
folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada que escuchar y
probablemente no tendrás nada que pensar, pero si hablan, aunque sólo sea un
murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado,
piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que
en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos
ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son
princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras que
nunca podrán decir. En el equívoco vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida.
Para tus amigos, Max, en ese estadio que ahora se comprime en tu memoria como
el símbolo de la pesadilla, yo sólo fui una buscona extraña, un estadio dentro
del estadio, al que algunos llegan después de bailar una conga con la camiseta
enrollada en la cintura o en el cuello. Para ti yo fui una princesa en la Gran
Avenida fragmentada ahora por el viento y el miedo (de tal modo que la avenida
en tu cabeza ahora es el túnel del tiempo), el trofeo particular después de una
noche mágica colectiva. Para la policía seré una página en blanco. Nadie
comprenderá jamás mis palabras de amor. Tú, Max, ¿recuerdas algo de lo que dije
mientras me la metías?
(El tipo
mueve la cabeza, la señal es claramente afirmativa, sus ojos húmedos dicen que
sí, sus hombros tensos, su vientre, sus piernas que no dejan de moverse
mientras ella no lo mira, tratando de desatarse, su yugular que palpita.)
—¿Recuerdas que dije el viento? ¿Recuerdas que dije las calles subterráneas? ¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía? No, en realidad no lo recuerdas. Tú bebías demasiado y estabas demasiado ocupado con mis tetas y con mi culo. Y no entendiste nada, de lo contrario habrías salido corriendo a la primera oportunidad. Eso ahora te gustaría, ¿verdad, Max? Tu imagen, tu otro yo corriendo por el jardín de mi casa, saltando la verja, alejándote calle arriba a grandes zancadas, como un atleta de mil quinientos metros, a medio vestir aún, tarareando alguno de tus himnos para infundirte valor, y luego, tras veinte minutos de carrera, exhausto, en el bar donde te esperan los miembros de tu grupo o banda o peña o brigada o pandilla o como se llame, llegar y beber una jarra de cerveza, decir chavales no tenéis idea de lo que me ha ocurrido, han intentado matarme, una jodida puta del extrarradio de la ciudad, de las afueras de la ciudad y del tiempo, una puta del más allá que me vio en la tele (¡salimos en la tele!) y que me llevó en su moto y que me la chupó y que me ofreció su culo y que me dijo palabras que al principio me sonaron misteriosas pero que luego entendí, o mejor dicho sentí, una puta que me dijo palabras que sentí con el hígado y con los huevos y que al principio me parecieron inocentes o cachondas o producto de mi lanza que le llegaba hasta las entrañas, pero que luego ya no me parecieron tan inocentes, chavales, os lo voy a explicar, ella no paraba de murmurar o susurrar mientras la cabalgaba, ¿normal, no?, pero no era normal, no tenía nada de normal, una puta que susurra mientras se la follan, y entonces yo escuché lo que decía, chavales, camaradas, escuché sus putas palabras que se abrían paso como una barca en un mar de testosterona, y entonces fue como si ese mar de testosterona, ese mar de semen se estremeciera ante una voz sobrenatural, y el mar se encogió, se replegó en sí mismo, el mar desapareció, chavales, y todo el océano se quedó sin mar, toda la costa sin mar, sólo piedras y montañas, precipicios, cordilleras, fosas oscuras y húmedas de miedo, y sobre esa nada la barca siguió navegando y yo la vi con mis dos ojos, con mis tres ojos, y dije no pasa nada, no pasa nada, cariño, cagado de miedo, fosilizado de miedo, y luego me levanté intentando que no se me notara, que no se me notara el cangueli, y dije que iba al baño a desaguar el canario, a jiñar un ratito, y ella me miró como si hubiera recitado a John Donne, chavales, como si hubiera recitado a Ovidio, y yo retrocedí sin dejar de mirarla, sin dejar de mirar la barca que avanzaba inconmovible por un mar de nada y de electricidad, como si el planeta Tierra estuviera naciendo otra vez y sólo yo estuviera allí para dar fe del nacimiento, ¿pero dar fe a quién, chavales?, a las estrellas, supongo, y cuando me vi en el pasillo fuera del alcance de su mirada, de su deseo, en vez de abrir la puerta del baño me deslicé hasta la puerta de la calle y atravesé el jardín rezando y salté la tapia y me puse a correr calle arriba como el último atleta de Maratón, el que no trae noticias de victoria sino de derrota, el que no es escuchado ni celebrado ni nadie le tiende un cuenco de agua, pero que llega vivo, chavales, y que además comprende la lección: en ese castillo no entraré, esa senda no la recorreré, esas tierras no atravesaré. Aunque me señalen con el dedo. Aunque todo esté en mi contra.
—¿Recuerdas que dije el viento? ¿Recuerdas que dije las calles subterráneas? ¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía? No, en realidad no lo recuerdas. Tú bebías demasiado y estabas demasiado ocupado con mis tetas y con mi culo. Y no entendiste nada, de lo contrario habrías salido corriendo a la primera oportunidad. Eso ahora te gustaría, ¿verdad, Max? Tu imagen, tu otro yo corriendo por el jardín de mi casa, saltando la verja, alejándote calle arriba a grandes zancadas, como un atleta de mil quinientos metros, a medio vestir aún, tarareando alguno de tus himnos para infundirte valor, y luego, tras veinte minutos de carrera, exhausto, en el bar donde te esperan los miembros de tu grupo o banda o peña o brigada o pandilla o como se llame, llegar y beber una jarra de cerveza, decir chavales no tenéis idea de lo que me ha ocurrido, han intentado matarme, una jodida puta del extrarradio de la ciudad, de las afueras de la ciudad y del tiempo, una puta del más allá que me vio en la tele (¡salimos en la tele!) y que me llevó en su moto y que me la chupó y que me ofreció su culo y que me dijo palabras que al principio me sonaron misteriosas pero que luego entendí, o mejor dicho sentí, una puta que me dijo palabras que sentí con el hígado y con los huevos y que al principio me parecieron inocentes o cachondas o producto de mi lanza que le llegaba hasta las entrañas, pero que luego ya no me parecieron tan inocentes, chavales, os lo voy a explicar, ella no paraba de murmurar o susurrar mientras la cabalgaba, ¿normal, no?, pero no era normal, no tenía nada de normal, una puta que susurra mientras se la follan, y entonces yo escuché lo que decía, chavales, camaradas, escuché sus putas palabras que se abrían paso como una barca en un mar de testosterona, y entonces fue como si ese mar de testosterona, ese mar de semen se estremeciera ante una voz sobrenatural, y el mar se encogió, se replegó en sí mismo, el mar desapareció, chavales, y todo el océano se quedó sin mar, toda la costa sin mar, sólo piedras y montañas, precipicios, cordilleras, fosas oscuras y húmedas de miedo, y sobre esa nada la barca siguió navegando y yo la vi con mis dos ojos, con mis tres ojos, y dije no pasa nada, no pasa nada, cariño, cagado de miedo, fosilizado de miedo, y luego me levanté intentando que no se me notara, que no se me notara el cangueli, y dije que iba al baño a desaguar el canario, a jiñar un ratito, y ella me miró como si hubiera recitado a John Donne, chavales, como si hubiera recitado a Ovidio, y yo retrocedí sin dejar de mirarla, sin dejar de mirar la barca que avanzaba inconmovible por un mar de nada y de electricidad, como si el planeta Tierra estuviera naciendo otra vez y sólo yo estuviera allí para dar fe del nacimiento, ¿pero dar fe a quién, chavales?, a las estrellas, supongo, y cuando me vi en el pasillo fuera del alcance de su mirada, de su deseo, en vez de abrir la puerta del baño me deslicé hasta la puerta de la calle y atravesé el jardín rezando y salté la tapia y me puse a correr calle arriba como el último atleta de Maratón, el que no trae noticias de victoria sino de derrota, el que no es escuchado ni celebrado ni nadie le tiende un cuenco de agua, pero que llega vivo, chavales, y que además comprende la lección: en ese castillo no entraré, esa senda no la recorreré, esas tierras no atravesaré. Aunque me señalen con el dedo. Aunque todo esté en mi contra.
(El tipo
mueve la cabeza afirmativamente. Está claro que quiere dar a entender su
conformidad. El rostro, debido al esfuerzo, se le enrojece notablemente, las
venas se hinchan, los ojos se le desorbitan.)
—Pero tú no
escuchaste mis palabras, no supiste discernir de mis gemidos aquellas palabras,
las últimas, que acaso te hubieran salvado. Te escogí bien. La televisión no
miente, ésa es su única virtud (ésa y las viejas películas que dan de
madrugada), y tu rostro, junto a la valla metálica, después de la conga aplaudida
unánimemente, me anticipaba (me apresuraba) el desenlace inevitable. Te he
traído en mi moto, te he desnudado, te he dejado inconsciente, te he atado de
manos y de pies a una vieja silla, te he puesto un esparadrapo en la boca no
porque tema que tus gritos alerten a nadie sino porque no deseo escuchar tus
palabras de súplica, tus lamentables balbuceos de perdón, tu débil garantía de
que tú no eres así, de que todo era un juego, de que estoy equivocada.
Posiblemente estoy equivocada. Posiblemente todo sea un juego. Posiblemente tú
no seas así. Pero es que nadie es así, Max. Yo tampoco era así. Por supuesto,
no te voy a hablar de mi dolor, un dolor que tú no has provocado, al contrario,
tú has provocado un orgasmo. Has sido el príncipe perdido que ha provocado un
orgasmo, puedes sentirte satisfecho. Y yo te di la oportunidad de escapar, pero
tú fuiste también el príncipe sordo. Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes
de tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no
deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es
inevitable. Acéptalo de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar
ni de recordar congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y
tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo
en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de
mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra
los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con
todas tus fuerzas en algo bonito...
(El tipo en
vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos
se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la
que está fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la
cadera, pierde el control del esfínter y no retiene la orina, sufre espasmos,
el polvo y la suciedad de las baldosas se adhieren a su cuerpo mojado.)
—No te voy a
levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es igual,
piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso
lo mismo daría que estuviera anocheciendo. Tú eres el príncipe y llegas en la
mejor hora. Eres bienvenido no importa cómo vengas ni de dónde vengas, si te ha
traído una moto o has llegado por tu propio pie, si sabes lo que te aguarda o
lo ignoras, si apareciste mediante engaños o a sabiendas de que te enfrentabas
con tu destino. Tu rostro, que hasta hace poco sólo era capaz de expresar
estupidez o rabia u odio, ahora se recompone y sabe expresar aquello que sólo
es posible adivinar en el interior de un túnel, en donde confluyen y se mezclan
el tiempo físico y el tiempo verbal. Avanzas resuelto por los pasillos de mi
palacio deteniéndote apenas los segundos necesarios para contemplar las
pinturas de los Reyes Católicos, para beber un vaso de agua cristalina,
para tocar con la yema de los dedos el azogue de los espejos. El castillo está
silencioso sólo en apariencia, Max. Por momentos crees que estás solo, pero en
el fondo sabes que no estás solo. Dejas atrás tu mano levantada, tu torso
desnudo, tu camiseta enrollada alrededor de la cintura, tus himnos guerreros
que evocan la pureza y el futuro. Este castillo es tu montaña, que tendrás que
escalar y conocer con todas tus fuerzas pues después ya no habrá nada, la
montaña y su ascensión te costarán el precio más alto que tú puedas pagar.
Piensa ahora en lo que dejas, en lo que pudiste dejar, en lo que debiste dejar
y piensa también en el azar, que es el mayor criminal que jamás pisó la Tierra.
Despójate del miedo y del arrepentimiento, Max, pues ya estás dentro del
castillo y aquí sólo existe el movimiento que ineluctablemente te llevará a mis
brazos. Ahora estás en el castillo y oyes sin volverte las puertas que se
cierran. Avanzas en medio del sueño por pasillos y salas de piedra desnuda.
¿Qué armas llevas, Max? Sólo tu soledad. Sabes que en algún lugar te estoy
esperando. Sabes que yo también estoy desnuda. Por momentos sientes mis
lágrimas, ves el fluir de mis lágrimas por la piedra oscura y crees que ya me
has encontrado, pero la habitación está vacía y eso te desconsuela y al mismo
tiempo te enardece. Sigue subiendo, Max. La siguiente habitación está sucia y
no parece la de un castillo. Hay un viejo televisor que no funciona y un catre
con dos colchones. Alguien llora en alguna parte. Ves dibujos infantiles, ropa
vieja cubierta de moho, sangre seca y polvo. Abres otra puerta. Llamas a
alguien. Le dices que no llore. Sobre el polvo del pasillo van quedando tus
pisadas. Por momentos crees que las lágrimas gotean del techo. No tiene
importancia. Para el caso lo mismo daría que brotaran de la punta de tu polla.
Por momentos todas las habitaciones parecen la misma habitación estragada por
el tiempo. Si miras el techo creerás ver una estrella o un cometa o un reloj de
cuco surcando el espacio que dista de los labios del príncipe a los labios de
la princesa. Por momentos todo vuelve a ser como siempre. El castillo es
oscuro, enorme, frío, y tú estás solo. Pero sabes que hay otra persona
escondida en alguna parte, sientes sus lágrimas, sientes su desnudez. En sus
brazos te aguarda la paz, el calor, y en esa esperanza avanzas, sorteas cajas
llenas de recuerdos que nadie volverá a mirar, maletas con ropa vieja que
alguien olvidó o no quiso tirar a la basura, y de vez en cuando la llamas, a tu
princesa, ¿dónde estás?, dices con el cuerpo aterido de frío, haciendo castañetear
los dientes, justo en medio del túnel, sonriendo en la oscuridad, tal vez por
primera vez sin miedo, sin ánimo de provocar miedo, animoso, exultante, lleno
de vida, tanteando en la oscuridad, abriendo puertas, cruzando pasillos que te
acercan a las lágrimas, en la oscuridad, guiándote únicamente por la necesidad
que tu cuerpo tiene de otro cuerpo, cayendo y levantándote, y por fin llegas a
la cámara central, y por fin me ves y gritas. Yo estoy quieta y no sé de qué
naturaleza es tu grito. Sólo sé que por fin nos hemos encontrado, y que tú eres
el príncipe vehemente y yo soy la princesa inclemente.
Del libro "Putas
Asesinas"
Anagrama 2005
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