El último
tren circula a oscuras. Dos monstruos se cuelan en el vagón, una anciana los
mira y se pone de pie. Se desplaza hacia el coche siguiente, está aterrada. No
puede quitar de su mente los cadavéricos rostros blancos y negros como dameros
del infierno. Se asoma para ver si vienen, ve que están sentados. Reza. Está
sola, no hay nadie a quien pedirle ayuda, nadie a quién preguntarle si los
monstruos realmente están ahí
o todo es fruto de su mente decrépita. Vuelve a asomarse, los monstruos hablan entre
ellos, traman algo que ella no alcanza a oir porque está sorda. Piensa que quizás sean emisarios de la muerte.
El tren ingresa en la estación terminal, los monstruos se desplazan hacia la
puerta, se acercan a la anciana que siente que su corazón se paraliza al ver la
cruz invertida que lleva uno de ellos. Baja la cabeza, se arrepiente de sus
pecados y resignada espera. El tren frena, los jóvenes que van al recital de
Mayhem descienden del convoy. La vieja, después de un rato, levanta la cabeza,
se pone de pie y, desconcertada, se interna en la estación.
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